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domingo, 9 de mayo de 2010

De políticas y políticos

                                           LA POLÍTICA DE LAS PIARAS




..............Causa honda de esa contaminación general es, en nuestra época, la degeneración del sistema parlamentario: todas las formas adocenadas de parlamentarismo. Antes presumíase que para gobernar se requería de cierta ciencia y arte de aplicarla; ahora se ha convenido que Gil Blas, Tartufo y Sancho son los árbitros inapelables de esa ciencia y de ese arte.
La política se degrada, conviértese en profesión. En los pueblos sin ideales, los espíritus subalternos medran con torpes intrigas de antecámara. En la bajamar sube lo rahez y se acorchan los traficantes. Toda excelencia desaparece, eclipsada por la domesticidad. Se instaura una moral hostil a la firmeza y propicia al relajamiento. El gobierno va a manos de gentualla que abocada el presupuesto. Abájanse los adarves y álzanse los muladares. El lauredal se agosta y los cardizales se multiplican. Los palaciegos se frotan con los malandrines. Progresan funámbulos y volatineros.
Nadie piensa, donde todos lucran; nadie sueña, donde todos tragan. Lo que antes era signo de infamia o cobardía, tornase título de astucia; lo que otrora mataba, ahora vivifica, como si hubiera una aclimatación al ridículo; sombras envilecidas se levantan y parecen hombres; la improbidad se pavonea y ostenta, en vez de ser vergonzante y pudorosa. Lo que en las patrias se cubría de vergüenza, en los países cúbrese de honores.

Las jornadas electorales conviértense en burdos enjuagues de mercenarios o un pugilato de aventureros. Su justificación está a cargo de electores inocentes, que van a la parodia como a una fiesta.
Cada piara se forma un estado mayor que disculpa su pretensión de gobernar al país, encubriendo osadas piraterías con el pretexto de sostener intereses de partidos. Las excepciones no son toleradas en homenaje a las virtudes: las piaras no admiran a ninguna superioridad; explotan el prestigio del pabellón para dar paso a su mercancía de contrabando; descuentan en el banco del éxito merced a la firma prestigiosa. Para cada hombre de mérito hay decenas de sombras insignificantes.
Aparte de esas excepciones, que existen en todas partes, la masa de "elegidos del pueblo" es subalterna, pelma de vanidosos, deshonestos y serviles. 
 Los primeros derrochan su fortuna para ascender al Parlamento. Ricos terratenientes o poderosos industriales pagan a peso de oro los votos coleccionados por agentes impúdicos; señorzuelos advenedizos abren sus alcancías para comprarse el único diploma accesible a su mentalidad amorfa; asnos enriquecidos aspiran a ser tutores de los pueblos, sin más capital que su constancia y sus millones. Necesitan ser alguien; creen conseguirlo incorporándose a las piaras.Los deshonestos son legión; asaltan el Parlamento para entregarse a las especulaciones lucrativas. Venden su voto a empresas que muerden las arcas del Estado; prestigian proyectos de grandes negocios con el erario, cobrando sus discursos a tanto por minuto; pagan con destinos y dádivas oficiales  sus electores, comercian su influencia para obtener  concesiones en favor de su clientela. Su gestión política suele ser tranquila: un hombre de negocios está siempre con la mayoría. Apoya a todos los Gobiernos.

Es de ilusos creer que el mérito abre las puertas de los Parlamentos envilecidos. Los partidos - o el Gobierno en su nombre - operan una selección entre sus miembros, a expensas del mérito o en favor de la intriga .Un gobernante cuantitativo y sin ideales prefiere candidatos que tengan su misma complexión moral: por simpatía o por conveniencia.-
No solo se adula a reyes y poderosos; también se adula al pueblo. Hay miserable afanes de popularidad, más denigrantes que el servilismo. Para obtener el favor cuantitativo de las turbas, puede mentírseles bajas alabanzas disfrazadas de ideal; más cobardes porque se dirigen a plebes que no saben descubrir el embuste. Halagar a los ignorantes y merecer su aplauso, hablándoles sin cesar de sus derechos, jamás de sus deberes, es el postrer renunciamiento a la propia dignidad.

Extracto del libro
"El hombre mediocre"
(José Ingenieros 1877/1925)    
                                               



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