Cuando a Juan le enseñaron a leer la esfera
del reloj, creyó haber crecido de manera vertiginosa al punto tal de pensar que
ahora que sabía la hora, podía manejarla él y no los adultos que le indicaban;
Juan a dormir que es tarde, Juan levantate que tenés que ir al colegio, Juan
vamos que es hora de comer, Juan, apurate que a las cinco tenemos que ir al
dentista.
Juan pensaba que esto sucedía porque él no
sabía leer la hora y por lo tanto los adultos tenían la facultad de manejarla a
su antojo.
Pero no, todo esto terminó, a partir de ahora
el manejaría su tiempo como corresponde a cada quien que sabe cuando le apetece
comer, cuando dormir, cuando holgazanear, cuando jugar al fútbol, cuando mirar
la tele.
No le sirvió para nada a Juan este
aprendizaje de niño, pues el tiempo inexorablemente pasó y al igual que todos los humanos comenzó a
incubar una obsesión y la suya fue............. coleccionar relojes.
Comenzó cuando una tía le regaló un reloj
pulsera, redondo con una especie de cielo oscuro en el centro y forma de plato
volador "Lanco, disco volante" decía la publicidad.
No tenía números solo unas rayitas bronceadas
(de bronce, no por el sol) con una pulsera que lo sujetaba a su muñeca izquierda
de color azul, algo raro pues la mayoría de los relojes traían pulseras marrones, negras, o bien metálicas
que se estiraban de acuerdo al tamaño de la muñeca del usuario.
Después adquirió un Cítizen, rectangular con
pulsera de acero inoxidable.
Este a diferencia del Lanco en el centro tenía
como una especie de mapa antiguo del mundo y cuando recibía la luz según el
ángulo, cambiaba el color.
Si se habrá lucido Juan con este reloj. Ya
por aquel tiempo trabajaba como vendedor
en una zapatería del centro, y cuando le tocaba escribir alguna cosa lo
hacía extendiendo bien adelante su brazo izquierdo para lucir su Citizen
reluciente; que alguien le dijera, "Que hermoso reloj¡," era motivo suficiente
para que Juan se olvidara que vendía zapatos y comenzara a hablar de las
bondades de esa máquina que desde su muñeca izquierda le permitía con solo una
rápida mirada anticipar el futuro inmediato.
Dentro de treinta minutos cerramos, a la una
almuerzo, a las dos y media juego billar con los muchachos, a las cuatro vuelvo
a la zapatería hasta las ocho, luego la cena y después paso a saludar a Sofía.
Todo perfectamente cronometrado y controlado gracias a ese pequeño aparatito
que no molestaba para nada, y que solo
pedía ser acariciado cada mañana con los dedos pulgar e índice para "darle
cuerda" para que su corazón metálico siguiera el ritmo de 60 tic.tac cada
minuto.
Después de aquellos dos relojes iniciales,
siguieron otros, que a medida que mejoraba la tecnología fueron incorporando
otras funciones: sumergibles, contra golpes, luminosos, con control de tiempo
hacia adelante y hacia atrás, con control del ritmo cardíaco, con alarmas de
diversos tipos, calendario, esfera luminosa, con pilas, sin pilas, con carga
solar. Y Juan los compró todos...
Pero no solo los de muñeca, también llenó su
casa de relojes de mesa, de pared, de pié, colocó uno solar en el patio de su casa, y en cada ambiente siempre, pero siempre se podía
escuchar un coro de voces metálicas, con algún que otro cucú sobresaliendo con chillona
estridencia sobre los demás.
Cuando se puso de novio con Sofía, la que
sería luego su mujer, fue Luis Miguel cantando “El reloj” quien convirtió el
tema en la canción inolvidable de ambos.
La bailaban apretaditos, mientras él
por sobre el hombro de su compañera miraba su flamante
” Bulova Accutron” que brillaba como una estrella encandilándolo
casi embriagándolo más que aquella atmósfera de romanticismo, música suave y
esa fragancia fresca cítrica que distinguía a su novia.
Nació luego Sebastián el hijo de ambos, y fue el "Mono
Relojero" el primer juguete que Juan acercó a sus pequeñas manos. Su biblioteca
se nutrió de títulos tales como,: A la hora señalada, y luego la versión más
actualizada “El tren de las 3.10 a Yuma”, El caso del reloj enterrado, El
ermitaño del reloj, Los ojos del reloj, El juego de las horas, Tiempo de Revancha y tantos otros
donde la palabra reloj, tiempo, hora, siempre estaba presente.
Pero el sueño de Juan era tener “el reloj”, el de la cruz de
calatrava, ese que usan los magnates, banqueros y políticos y dentro de esa
marca un modelo cuyo costo rondaba los diez mil euros, numerado y con
certificado de autenticidad personalizado.
Un reloj único para un tipo único.
Cuando pudo reunir esa suma, Juan no tuvo con quien compartir
la alegría de tener “el reloj”. Sofía hacía años que se había alejado de su
vida. Lo dejó por el hijo del farmacéutico de la vuelta y ambos se habían ido
al sur. El nuevo amor de su ex mujer era más joven y con mayor predisposición
para estar junto a ella, que la demostrada por Juan que prefería estar entre sus
relojes. Sebastián había recibido una beca y estudiaba en el exterior; tenían
muy poca comunicación.
Juan sintió al abrir el estuche donde reposaba el preciado
reloj, que algo húmedo se escapaba lentamente de sus ojos y resbalaba por sus
mejillas. Eran lágrimas, pero no de alegría sino de soledad.
Los 176 relojes que había acumulado a lo largo del tiempo,
también parecían haberse puesto de acuerdo para torturarlo. Ya no estaban sincronizados
como cuando tenía cinco o seis.
Ahora daban el top, unos antes, otros después, algunos
estaban totalmente silenciosos y Juan se empezó a cuestionar la utilidad de los
relojes en relación a la vida y el tiempo. Aquí eran las ocho de la mañana, pero
en Japón las ocho de la noche, en Canadá podrían haber entre una y cuatro horas
de diferencia, y en Australia eran trece horas más.
Y allí se dio cuenta que tratar de dominar al tiempo, esa
figura intangible que permite ordenar los
sucesos en secuencias, era solo una quimera pero con un resultado cierto, una
agobiante sensación de haber perdido tanto tiempo en el empeño, y sentir que 24
horas en soledad es mucho, muchísimo tiempo..