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lunes, 15 de agosto de 2011

La otra Julieta.



Si mencionamos el nombre de Julieta, muchos imaginaremos a la protagonista de la historia de Shakespeare, algunos otros pensarán en una Julieta diferente, tal vez alguna noviecita en el recuerdo, pero con seguridad se olvidarán de una que en su momento vivió situaciones más intensas que todas ellas juntas.
El texto que sigue fue extraído de la obra de Donatien Alphonse François de Sade conocido como  “Marqués de Sade” Julieta o el vicio ampliamente recompensado  quien lo publicó en 1796, y narra cómo Julieta hermana de Justine, inicia lo que luego sería una vida de lujuria, egoísmo, prostitución y delito: 
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“Justine y yo fuimos educadas en el convento de Pan­themont. Ustedes ya conocen la celebridad de esta aba­día, y saben que, desde hace muchos años, salen de ella las mujeres más bonitas y más libertinas de París. Es este convento tuve como compañera a Euphrosine, esa joven cuyas huellas quiero seguir y quien, viviendo cerca de la casa de mis padres, había abandonado la suya para arro­jarse en brazos del libertinaje; y como de ella y de una religiosa amiga suya fue de quienes recibí los primeros principios de esta moral que han visto con asombro en mí, siendo tan joven, por los relatos de mi hermana, me parece que, antes de nada, debo hablaros de la una y de la otra... contaros exactamente estos primeros momen­tos de mi vida en los que, seducida, corrompida por es­tas dos sirenas, nació en el fondo de mi corazón el ger­men de todos los vicios.
La religiosa en cuestión se llamaba Mme. Delbène; era abadesa de la casa desde hacía cinco años, y frisaba los treinta cuando la conocí. No podía ser más bella: digna de un retrato, una fisonomía dulce y celeste, rubia, con unos grandes ojos azules llenos del más tierno inte­rés, y el porte de las Gracias. Víctima de la ambición, la joven Delbène fue encerrada en un convento a los doce años, con el fin de hacer más rico a un hermano mayor al que ella detestaba. Encerrada a la edad en que comien­zan a desarrollarse las pasiones, aunque Delbène no hu­biese elegido todavía, amando el mundo y los hombres en general, sólo después de inmolarse a sí misma, había conseguido que naciese en ella la obediencia. Muy avanzada para su edad, habiendo leído a todos los filósofos, habiendo reflexionado prodigiosamente, Delbène, al tiempo que se condenaba al retiro, había conservado dos o tres amigas. Venían a verla, la consolaban; y como era muy rica, seguían proporcionándole todos los libros y caprichos que pudiese desear, incluso aquéllos que debían excitar más una imaginación... ya muy exaltada, y que no enfriaba el retiro.
En cuanto a Euphrosine, tenía quince años cuando me uní a ella.; llevaba ya dieciocho meses como alumna de Mme. Delbène cuando me propusieron ambas que entrase en su sociedad, el día en que yo acababa de cum­plir mis trece años. Euphrosine era morena, alta para su edad, muy delgada, con unos ojos muy bonitos, mucha gracia y vivacidad, pero menos bonita, mucho menos in­teresante que nuestra superiora.
No necesito deciros que la inclinación a la voluptuo­sidad es, en las mujeres recluidas, el único móvil de su intimidad; no es la virtud lo que las une; es el vicio; gustas a la que se inclina hacia ti, te conviertes en la amiga de la que te excita. Dotada del temperamento más vivo, desde la edad de nueve años había acostumbrado a mis dedos a que respondiesen a los deseos de mi cabeza, y, desde esta edad, no aspiraba más que a la felicidad de encontrar la oportunidad de instruirme y lanzarme a una carrera cuyas puertas me abría ya con tanta complacen­cia la naturaleza precoz. Euphrosine y Delbène me ofre­cieron pronto lo que yo buscaba.
La superiora, que que­ría hacerse cargo de mi educación, me invitó un día a comer... Euphrosine se hallaba allí, hacía un calor inso­portable, y este ardor excesivo del sol les sirvió de excu­sa a ambas para el desorden en que las encontré: hasta tal punto era así que, excepto una blusa de gasa, sujeta simplemente con un gran lazo rosa, estaban práctica­mente desnudas.
-Desde que entrasteis en esta casa -me dice Mme. Delbène, besándome negligentemente en la frente- es­toy deseando conoceros íntimamente. Sois muy bella, parecéis inteligente, y las jóvenes que se parecen a vos tienen derechos seguros sobre mí... Enrojecéis, pequeño ángel; os lo prohíbo: el pudor es una quimera, resultado únicamente de las costumbres y de la educación, es lo que se llama un hábito; si la naturaleza ha creado al hombre y a la mujer desnudos, es imposible que al mis­mo tiempo les haya infundido aversión o vergüenza por aparecer de tal forma. Si el hombre hubiese seguido siem­pre los principios de la naturaleza, no conocería el pu­dor: verdad fatal que prueba, querida hija mía, que hay virtudes cuya cuna no es otra que el olvido total de las leyes de la naturaleza.
 Pero ya charlaremos de todo esto. Ha­blemos hoy de otra cosa, y desvestíos como nosotras.
Después, acercándose a mí, las dos bribonas, riéndo­se, me pusieron pronto en el mismo estado que ellas. En­tonces los besos de Mme. Delbène tomaron un carácter muy diferente...
-¡Qué bonita es mi Juliette! -exclamó con admira­ción-; ¡cómo empieza a hincharse su delicioso y peque­ño seno! Euphrosine: lo tiene más grande que el tuyo... y, sin embargo, apenas tiene trece años.
Los dedos de nuestra encantadora superiora acaricia­ban los pezones de mi seno, y su lengua se agitaba en mi boca. En seguida se dio cuenta de que sus caricias actuaban sobre mis sentidos con tal ímpetu que casi me sen­tía mal.
-¡Oh, joder! -dijo, sin contenerse ya y sorpren­diéndome por la energía de sus expresiones-. ¡Dios san­to, qué temperamento! Amigas mías, dejemos de entorpecernos: ¡al diablo todo lo que todavía vela a nuestros ojos atractivos que la naturaleza no creó para que estuviesen ocultos!
A continuación, tirando las gasas que la envolvían, apareció a nuestra vista bella como la Venus que inmor­talizaron los griegos. Imposible estar mejor hecha, tener una piel más blanca... más suave... unas formas más her­mosas y mejor pronunciadas. Euphrosine, que la imitó casi en seguida, no me ofreció tantos encantos; no estaba tan rellena como Mme. Delbène; un poco más morena, quizás debía gustar menos en general; pero ¡qué ojos! ¡qué ingenio! Emocionada con tantos atractivos, muy solicitada por las dos mujeres que los poseían a que re­nunciase, como ellas, a los frenos del pudor, podéis creer que me rendí. Dentro de la más dulce embriaguez, la Delbène me lleva hasta su cama y me devora a besos.
----- Pero nuestra amable superiora no tardó en hacerme ver que no era yo la única que atraía su atención, y pron­to me di cuenta de que había otras que compartían pla­ceres en los que había más libertinaje que delicadeza.
-Ven mañana a merendar conmigo -me dijo-; Elisabeth, Mme. de Volmar y Sainte-Elme estarán allí, seremos seis en total; quiero que hagamos cosas in­concebibles.
-¡Cómo! digo yo- ¿así que te diviertes con todas esas mujeres?
-Claro. ¡Y qué! ¿Acaso crees que me limito a esto? Hay treinta religiosas en esta casa; veintidós han pasado por mis manos; hay diecinueve novicias: sólo una me es todavía desconocida; vosotras sois sesenta pensionistas: solamente tres se me han resistido; las voy poseyendo a medida que llegan, y no les doy más de ocho días para pensarlo. ¡Oh Juliette, Juliette!, mi libertinaje es una epidemia, ¡tiene que corromper todo lo que me rodea!
-Como no conocemos las inspiraciones de la natura­leza -me dice Mme. Delbène- más que por este sentido interno que llamamos conciencia, sólo mediante el análisis de la conciencia podremos llegar a profundizar con sabiduría en qué consisten los movimientos de la natura­leza que cansan, atormentan o hacen gozar a tal con­ciencia.
Se llama conciencia, mi querida Juliette, a esa espe­cie de voz interior que se eleva en nosotros por la infrac­ción de algo prohibido, sea de la naturaleza que sea: definición muy simple y que, a primera vista, ya demuestra que esta conciencia no es más que la obra del prejuicio recibido por la educación, hasta tal punto que todo lo que se le prohíbe al niño le causa remordimientos en cuanto lo viola, y conserva esos remordimientos hasta que el prejuicio vencido le haya demostrado que no exis­tía ningún mal real en la cosa prohibida.
Mi querida Juliette, el hecho de que estemos persuadidos del sistema de la libertad y digamos: ¡qué desgraciado soy por no haber actuado de manera dife­rente!, es lo que hace que sintamos remordimientos des­pués de una mala acción. Pero si quisiésemos convencer­nos de que este sistema de libertad es una quimera, y que una fuerza más poderosa que nosotros nos empuja a todo lo que hacemos, si quisiésemos convencernos de que todo es útil en el mundo, y que el crimen del que nos arrepentimos se ha hecho para la naturaleza tan ne­cesario como la guerra, la peste o el hambre con las que ella asola periódicamente los imperios, nos sentiríamos infinitamente más tranquilos acerca de todas las accio­nes de nuestra vida, y ni siquiera concebiríamos el re­mordimiento; y mi querida Juliette no diría que me equivoco atribuyendo a la naturaleza lo que sólo debe ser efecto de mi depravación.
- ¡Te debo más que la vida, mi querida Delbène! -exclamé- porque ¿qué es la existencia sin la filosofía? ¿Acaso merece la pena vivir cuando se languidece bajo el yugo de la mentira y de la estupidez? Bien -proseguí con calor- ahora me siento digna de ti, y sobre tu seno juro por lo más sagrado que nunca más volveré a las qui­meras que tu tierna amistad acaban de destruir en mí. Si­gue enseñándome, dirigiendo mis pasos hacia la felici­dad; me entrego a tus consejos; harás de mí lo que quie­ras, y ten por seguro que nunca habrás tenido una alum­na más ardiente, ni más sumisa que Juliette.
La Delbène estaba embriagada: para un espíritu li­bertino, no hay mayor placer que el hacer prosélitos. Se goza con los principios que se inculcan; se deleitan con mil sentimientos diversos al ver a los otros entregarse a la corrupción que nos mina. ¡Ah_!, ¡cómo se ama esa in­fluencia obtenida sobre su alma, obra únicamente de nuestros consejos y nuestras seducciones! Delbène me devolvió todos los besos con los que yo la colmaba; me dijo que me convertiría en una muchacha perdida, como ella, una muchacha sin costumbres, una atea, y que ella, como única causante de mi desorden, tendría que respon­der ante Dios del alma que le robaba. Y al ser sus cari­cias cada vez más ardientes, pronto encendimos el fuego de las pasiones con la llama de la filosofía.


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