Y un día el mundo
descubrió que en una ciudad de Italia llamada Roma, dentro de sus confines,
existía un Estado pequeño llamado Vaticano que era presidido por un hombre al
que llamaban Papa.
Ese mismo día el mundo
asombrado se enteró que éste Papa, anciano de 85 años llamado civilmente Joseph Aloisius Ratzinger y conocido como
Benedicto XVI para los fieles católicos, apostólicos romanos seguidores de la
fe de Cristo, estaba agotado, falto de fuerzas como cualquier mortal para
continuar adelante con la tarea evangelizadora que le fuera encomendada hace
ocho años atrás.
Y el pastor, el
representante de Dios en la tierra, el sumo Pontífice de la fe que más
adherentes tiene en todo el mundo dijo: “Después de haber examinado ante Dios
reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad
avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio
petrino"
Y varios, vanidosos y
simples opinólogos de todo, salieron a cuestionar su decisión.
Que de la Cruz, nadie se baja.
Que Juan Pablo II marcó un camino de perseverancia y sacrifico y que él debiera
hacer lo mismo.
Como va a renunciar un
Papa; acaso el Papado es un empleo?
Inconscientes y vanidosos
mortales.
Las sandalias de Pedro
deben ser muy, pero muy pesadas para llevarlas a diario en este convulsionado
mundo que nos toca vivir.
Se comprende entonces la decisión
del Santo Padre que en su renuncia aunque sin decirlas repite las palabras del
Nazareno "Señor, aleja de mí este cáliz"
El 28 de febrero próximo
a la hora 20, Benedicto XVI dejará para siempre el trono de Pedro, por propia
voluntad.
Ese gesto de honradez y
desprendimiento, ese reconocimiento de sus propias debilidades lo convierten en
un verdadero ejemplo de la doctrina de la Iglesia Cristiana que puede resumirse
así "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a
Dios"
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