De pronto Martin se incorporó
(movido evidentemente por algún sensor secreto) y miró fijamente hacia el
solitario camino del parque. Avanzaba hacia nosotros una chiquilla vestida de
blanco. Ya a distancia, cuando aún no podían identificarse con seguridad ni las
proporciones del cuerpo ni los rasgos de la cara, se notaba en ella un especial
encanto, difícilmente discernible; una especie de pureza o de ternura.
A esto le llama Martin
“registro”. Parte de sus ricas experiencias, que le hicieron llegar a la
conclusión de que no es tan difícil seducir a una chica como, si tenemos unas
elevadas exigencias cuantitativas en este sentido, conocer siempre a una
cantidad suficiente de chicas a las que hasta ahora no hemos seducido.
Por eso afirma que es necesario
siempre, en cualquier sitio y en cualquier situación, llevar a cabo un amplio
registro, es decir apuntar, en un libro de notas o en la memoria, los nombres
de las mujeres que han llamado nuestra atención y con las que alguna vez podríamos
contactar.
El contacto ya es un nivel más
elevado de actividad e implica que establecemos con determinada mujer una
relación, que la conocemos, que logramos tener acceso a ella.
Si uno disfruta mirando hacia
atrás para vanagloriarse, pone el acento en los nombres de las mujeres amadas;
pero si mira hacia delante, hacia el futuro, debe preocuparse, sobre todo, de
tener a suficientes mujeres registradas y contactadas.
Cuando la chiquilla estuvo ya
bastante cerca de nosotros vimos que era muy joven, algo entre una niña y una
jovencita, y aquello nos produjo de pronto un estado de absoluta excitación, de
modo que Martin se levantó de un salto del banco:—Señorita, soy Milos Forman,
director de cine; tiene que ayudarnos.
Extendió su mano y la chiquilla
se la estrechó con una mirada infinitamente asombrada.
Martin hizo un movimiento con la
cabeza señalándome a mí y dijo: Este es mi
cameraman. Ondricek , dándole la mano a la muchacha.
La chiquilla hizo una reverencia.
—Nos encontramos en una situación
embarazosa. Estoy buscando exteriores para mi película; tenía que esperarnos
aquí nuestro asistente, que conoce bien el sitio, pero el asistente no ha
llegado, así que estamos ahora pensando cómo hacer para orientarnos en esta
ciudad y en sus alrededores. Aquí el camarada cameraman no para de estudiarlo
en este grueso libro alemán, pero ahí, desgraciadamente, no va a encontrar
nada.
La alusión al libro que no había
podido leer en toda la semana de pronto me irritó: Es una lástima que usted
mismo no tenga mayor interés por este libro —ataqué a mi director—. Si durante
la preparación de sus películas estudiase como corresponde y no dejase el
estudio en manos de los cámaras, es posible que sus películas no fuesen tan
superficiales y no hubiese en ellas tantas cosas absurdas... Perdone —me dirigí
a la chiquilla pidiéndole disculpas—, no es nuestra intención darle a usted la
lata con los problemas de nuestro trabajo; es que se trata de una película
histórica que se va a referir a la cultura etrusca en Bohemia...
Sí —dijo la chica.
Es un libro muy interesante,
fíjese —le entregué el libro a la chiquilla, que lo cogió con una especie de
temor religioso y, al ver que ése era mi deseo, lo hojeó brevemente.
Por aquí cerca tiene que estar
el castillo de Pchacek —continué—, que era el
centro de los etruscos checos... pero ¿cómo podríamos llegar hasta allí?
Está muy cerca —dijo la
chiquilla y se le iluminó la cara porque su perfecto conocimiento del camino de
Pchacek le había brindado un poco de tierra firme en medio de la oscura
conversación que manteníamos con ella.
¿Sí? ¿Conoce el sitio? —preguntó
Martin fingiendo un gran alivio.
¡Por supuesto! —dijo la
chiquilla—: ¡No está a más de una hora de camino!
¿A pie? —preguntó Martin.
Sí, a pie —dijo la chiquilla.
Pero tenemos coche —dije yo.
¿No le gustaría ser nuestro
guía? —dijo Martin, pero yo no continué con el habitual ritual de chistes,
porque tengo mayor instinto sicológico que Martin y me di cuenta de que
ponernos a bromear nos habría perjudicado y que nuestra única arma en este caso
era la más absoluta seriedad.
Señorita, no quisiéramos abusar
de su tiempo —dije—, pero si fuera tan amable de enseñarnos algunos sitios que
estamos buscando, nos haría un gran favor, y le quedaríamos muy agradecidos.
Claro que sí —dijo la chiquilla
volviendo a hacer una inclinación con la cabeza—, yo encantada... Pero es
que... y hasta ese momento no nos habíamos dado cuenta de que llevaba en la
mano una bolsa de malla y dentro de ella dos lechugas, tengo que llevarle la
lechuga a mamá; pero está muy cerca de aquí y en seguida estaría de vuelta...
Por supuesto que hay que
llevarle a mamá la lechuga a tiempo y en perfecto estado dije, aquí estaremos
esperándole.
Sí. No tardaré más de diez
minutos —dijo la chiquilla, volvió a hacernos otra inclinación de cabeza y se
alejó con esforzada prisa.
¡Vaya por dios! —dijo Martin y
se sentó.
Estupendo, ¿no?
Desde luego. Por esto sí que soy
capaz de sacrificar a nuestras dos enfermeras.
Pero pasaron diez minutos, un
cuarto de hora, y la chiquilla no regresaba.
No temas,me consolaba Martin. Si hay algo seguro es que volverá.
Nuestra actuación fue totalmente convincente y la chiquilla estaba entusiasmada.
Nuestra actuación fue totalmente convincente y la chiquilla estaba entusiasmada.
Yo también era de la misma
opinión, de modo que seguimos esperando y nuestro deseo de volver a ver a
aquella chiquilla de aspecto infantil aumentaba a cada minuto que pasaba.
Mientras tanto se nos pasó la hora acordada para nuestro encuentro con la chica
del pantalón de pana, pero estábamos tan concentrados en nuestra blanca
jovencita que ni siquiera se nos ocurrió levantarnos.
Y el tiempo transcurría.
-Oye Martin, creo que ya no
vendrá —dije por fin.
-¿Cómo te lo puedes explicar? Si
esa chiquilla creía en nosotros como en Dios.
-Sí —dije—, y ésa fue nuestra
desgracia. Nos creyó demasiado.
-¿Y qué? ¿Acaso querías que no
nos creyese?
-Probablemente hubiera sido
mejor. El exceso de fe es el peor aliado —aquella idea me entusiasmó; empecé a
divagar—: Cuando crees en algo al pie de la letra, terminas por exagerar las
cosas ad absurdum. El verdadero partidario de determinada política nunca se
toma en serio sus sofismas, sino tan sólo los objetivos prácticos que se
ocultan tras estos sofismas. Las frases políticas y los sofismas no están,
naturalmente, para que la gente se los crea; su función es más bien la de
servir de disculpa compartida, establecida de común acuerdo; los ingenuos que
se los toman en serio terminan antes o después por descubrir las
contradicciones que encierran, se rebelan y al final acaban vergonzosamente
como herejes y traidores. No, el exceso de fe nunca trae nada bueno y no sólo a
los sistemas políticos o religiosos; ni siquiera a un sistema como el que
nosotros queríamos emplear para conquistar a la chiquilla.
Me parece que ya no te entiendo,dijo Martin.
Es bastante comprensible: para
esta chiquilla éramos sólo dos señores serios e importantes.
¿Y entonces por qué no nos hizo
caso?
Porque creía demasiado en
nosotros. Le dio a su mamá la lechuga y en seguida se puso a hablarle de
nosotros entusiasmada: de la película histórica, de los etruscos en Bohemia y
la mamá...
Ya, lo demás ya me lo imagino...me interrumpió Martin levantándose del banco.
Por lo demás, el sol ya se estaba
poniendo lentamente sobre los tejados de la ciudad; había refrescado levemente
y estábamos tristes. Fuimos por si acaso a mirar al autoservicio para ver si
por algún error nos esperaba la chica del pantalón de pana.
Naturalmente no estaba. Eran las
seis y media. Nos dirigimos hacia el coche, con la repentina sensación de dos
personas que han sido desterradas de una ciudad extraña y de sus placeres;
decidimos que no nos quedaba otro remedio que recluirnos en el espacio
extraterritorial de nuestro propio coche.
¡Pero bueno! me gritó Martin en
el coche. ¡No pongas esa cara de entierro! ¡No hay ningún motivo para eso! ¡Lo
principal aún nos espera!
Tenía ganas de objetar que para
lo principal apenas nos había quedado una hora, por culpa de Irina y su partida
de cartas, pero preferí callar.
Además,prosiguió Martin, el día
ha sido provechoso: el registro de aquella chica de Traplice, el contacto de la
señorita del pantalón de pana; ¡no ves que ya tenemos el terreno preparado, no
ves que ya no hace falta más que pasar otra vez por aquí!
No protesté. En efecto, el
registro y el contacto habían sido realizados estupendamente. Hasta ahí todo
era perfecto. Pero en ese momento me puse a pensar que, durante el último año,
Martin, aparte de incontables registros y contactos, no había llegado
absolutamente a nada que valiese la pena.Extracto del libro de Milan Kundera
“El libro de los amores ridículos” 1968.
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