Raymond Clevie Carver Jr. fue un escritor estadounidense nacido el 5 de
mayo de 1938, en Clatskanie, Oregón,
Estados Unidos, fallecido 2 de agosto de 1988, cuyos relatos breves impusieron en su país un
modelo narrativo denominado por la crítica "realismo sucio", porque
sólo trataba temas cotidianos (sin nada heroico o excepcional) con un estilo seco
y sin concesiones metafóricas.
Publicó sus primeros cuentos
cortos en revistas, mientras estudiaba en el Humboldt State College de
California, en 1963.
Los personajes de sus relatos son
pequeños seres atrapados en situaciones sórdidas de la vida corriente: gente
sin empleo, abúlicos, perdedores por naturaleza, trabajadores pobres,
caracteres nerviosos y grises. Sus escenarios son hogares donde los matrimonios
se aman y se odian, o bares donde la existencia de los marginales y alcohólicos
transcurre sórdidamente, o vecinos cuyas vidas se relacionan aleatoriamente.
Este es un retrato que bien
podría servir como aliciente para todos aquellos que teniendo ganas de iniciar
la aventura de escribir, se auto limitan pensando que no serían capaces de
poder realizar un trabajo decoroso. Lean a Raymond Carver, al menos en este relato incluido
en el libro ” De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981)” y comprobarán que
no es imposible:
“Por la mañana me echa Teacher’s
en la barriga y lo apura a lametones. Y esa misma tarde trata de tirarse por la
ventana.
Yo digo:
—Holly, esto no puede seguir así.
Esto tiene que acabar.
Estamos sentados en el sofá de
una de las suites de arriba. Había muchas habitaciones libres para elegir. Pero
necesitábamos una suite, espacio donde poder movernos y poder charlar. Así que
aquella mañana cerramos la oficina del motel y subimos a una suite.
Ella corrobora:
—Duane, esto me está matando.
Bebemos Teacher’s con agua y
hielo. Entre la mañana y la tarde hemos dormido un poco. Y luego se ha
levantado de la cama y amenazado con tirarse por la ventana en ropa interior.
He tenido que agarrarla. Sólo es el segundo piso. Pero aun así.
—Estoy harta —confiesa—. No lo
aguanto más.
Se pone la mano en la mejilla y
cierra los ojos. Mueve la cabeza de un lado para otro y emite como un zumbido.
Me siento morir viéndola en ese
estado.
—¿Qué es lo que no aguantas?
—pregunto, aunque naturalmente sé a lo que se refiere.
—No tengo por qué explicártelo
otra vez con pelos y señales — responde — He perdido el control. He perdido la
dignidad. Antes era una mujer orgullosa de mí misma.
Es una mujer atractiva de poco
más de treinta años. Es alta y tiene el pelo negro y largo, y ojos verdes. La
única mujer de ojos verdes que he conocido en toda mi vida. Antes, en otros
tiempos, solía decirle cosas sobre sus ojos verdes, y ella me decía que gracias
a ellos tenía la certeza de que estaba destinada a algo especial.
¡Si lo sabría yo!
Me siento horriblemente mal entre
unas cosas y las otras.
Me llega el timbre del teléfono que
suena en la oficina. Ha estado sonabdo a ratos durante todo el día. Lo oía
incluso cuando estaba dormitando. Abría los ojos y miraba al techo y lo oía
sonar y me asombraba de lo que nos estaba pasando.
Pero quizás adonde debería mirar
es al suelo.
—Tengo el corazón destrozado —
declara—. Se me ha vuelto de piedra. No valgo nada. Eso es lo peor de todo, que
ya no valgo nada.
—Holly —protesto.
Cuando al principio nos mudamos
al motel y nos hicimos cargo de la gerencia, pensamos que habíamos salido del
apuro. Alojamiento y servicios gratis, y trescientos al mes. Era bastante
chollo.
Holly se encargaba de la
contabilidad. Era buena con los números, y casi siempre era ella quien
alquilaba las habitaciones. Le gustaba la gente, y a la gente le gustaba ella.
Yo me cuidaba de los jardines, cortaba el césped y arrancaba las malas hierbas,
mantenía limpia la piscina, hacía pequeñas reparaciones.
Todo fue bien el primer año. Yo
tenía otro empleo nocturno, y salíamos adelante. Teníamos planes. Hasta que una
mañana... No sé. Acababa de poner unos azulejos en el baño de una de las
habitaciones cuando entró a limpiar la mexicana. Era Holly quien la había
contratado. En realidad no puedo decir que me hubiera fijado antes en aquella
poquita cosa, aunque sí es cierto que hablábamos cuando nos veíamos. Me llamaba
—recuerdo— Mister.
En fin, las cosas.
Así que a partir de aquella
mañana empecé a fijarme en ella. Era una cosita menuda y pulcra con unos
bonitos dientes blancos. Solía mirarle la boca.
Empezó a tutearme.
Una mañana estaba yo colocando
una arandela en un grifo de un baño cuando entró ella y puso la televisión como
suelen hacer siempre las chicas de la limpieza. Mientras limpian, quiero decir.
Dejé lo que estaba haciendo y salí del cuarto de baño. Al verme se sorprendió.
Sonrió y pronunció mi nombre.
Y al poco de pronunciarlo nos
tumbamos en la cama.
—Holly, sigues siendo una mujer
digna —le aseguro—. Sigues siendo de lo mejor. Vamos, Holly...
Ella sacude la cabeza.
—Algo ha muerto en mí —anuncia—.
Le ha llevado tiempo, pero ha muerto. Has matado algo; es igual que si lo
hubieras partido con un hacha. Ahora todo se ha ido al traste.
Se acaba la copa. Luego empieza a
llorar. Intento abrazarla. Pero inútilmente.
Echo hielo en las copas y me
pongo a mirar por la ventana.
Dos coches con matrícula de otro
estado están aparcados frente a la recepción; los conductores están junto a la
puerta de la oficina, charlando. Uno de ellos acaba de decirle algo al otro, y
mira hacia las habitaciones y se manosea la barbilla. También hay una mujer;
tiene la cara pegada al cristal, hace pantalla sobre los ojos con la mano y
mira al interior. Intenta abrir la puerta.
El teléfono de abajo empieza a
sonar.
—Hasta cuando hacíamos el amor
hace un rato estabas pensando en ella —me acusa Holly—. Me hace daño, Duane.
Coge la copa que le alargo.
—Holly —empiezo.
—Es cierto, Duane —insiste ella—.
No discutas conmigo.
Se pasea de un lado a otro de la
habitación, en bragas y sostén, con el vaso en la mano.
Añade:
—Te has puesto al margen del
matrimonio. Es la confianza lo que has matado.
Me pongo de rodillas y empiezo a
suplicar. Pero estoy pensando en Juanita. Es horrible. No sé lo que va a ser de
mí, o de quien sea en este mundo.
Protesto:
—Holly, cariño. Te quiero.
Allá abajo alguien se apoya sobre
el claxon, hace una pausa, vuelve a apoyarse.
Holly se seca los ojos. Me pide:
—Prepárame una copa. Esta está
aguada. Deja que toquen sus jodidas bocinas. Me la sopla. Me largaré a Nevada.
—No te vayas a Nevada — suplico .
Estás diciendo tonterías.
—No digo tonterías. No es ninguna
tontería irse a Nevada. Tú puedes quedarte aquí con tu chica de la limpieza. Yo
me voy a Nevada. O eso, o me mato.
—¡Holly!
—¡Ni Holly ni nada!
Se sienta en el sofá y sube las
rodillas hasta pegarlas a la barbilla.
—Ponme otro trago, hijo de perra
— exige. Y sigue —: Que les den por el culo a esos bocineros. Que se vayan a
hacer sus marranadas al otro motel. ¿No es allí donde ahora trabaja tu mujer de
la limpieza? ¡Ponme otro trago, hijo de perra!
Aprieta los labios Y me dedica esa
mirada especial.
La bebida es algo extraño. Cuando
miro hacia atrás y pienso en ello, veo que todas las decisiones importantes las
hemos tomado mientras bebíamos. Hasta cuando hablábamos de la necesidad de
beber menos: nos sentábamos en la mesa de la cocina o en la de picnic de afuera
con un cartón de seis latas o una botella de whisky. Cuando pensábamos
instalarnos aquí, estuvimos un par de noches bebiendo mientras sopesábamos los
pros y los contras.
Sirvo lo que queda de Teacher’s
en los vasos y pongo cubitos de hielo y unos chorritos de agua.
Holly se levanta del sofá y se
echa en la cama.
Pregunta:
—¿Lo has hecho con ella en esta
cama?
No tengo nada que decir. Dentro
de mí noto que no tengo palabras. Le alargo el vaso y me siento en la silla.
Apuro mi copa y pienso que ya nunca será lo mismo.
—¿Duane?
—¿Holly?
Mi corazón late más despacio.
Espero.
Holly era mi verdadero amor.
Lo de Juanita era cinco días a la
semana, entre las diez y las once. Lo hacíamos en cualquiera de los cuartos que
estuviera limpiando. Yo entraba donde ella estaba trabajando y cerraba la
puerta a mi espalda.
Pero la mayoría de las veces era
en la 11. La 11 era nuestra habitación de la suerte.
Éramos muy cariñosos el uno con
el otro. Pero rápidos. Era estupendo.
Creo que Holly quizá podría
haberlo soportado. Creo que lo que tenía que haber hecho era intentarlo de
verdad.
Yo, por mi parte, conservaba mi
empleo nocturno. Hasta un mono era capaz de hacer ese trabajo. Pero las cosas
comenzaron a empeorar vertiginosamente. Nos faltaban fuerzas para seguir, así
de simple.
Dejé de limpiar la piscina. Se
llenó de un légamo verde y los clientes ya no pudieron usarla. Ya no arreglé
más grifos ni puse más azulejos ni hice más retoques de pintura. Bien, la
verdad es que estábamos empinando el codo a conciencia. Si bebes en serio, la
bebida exige una gran cantidad de tiempo y de esfuerzo.
Holly tampoco registraba a los
huéspedes como es debido. O les cobraba demasiado o cobraba menos de la cuenta.
A veces ponía a tres personas en un cuarto con una sola cama, y otras a una
sola persona en donde la cama era enorme. Había quejas, cómo no, y a veces
hasta hubo gritos. La gente liaba sus bártulos y se iba a otra parte.
Y lo siguiente fue una carta de
la dirección de la empresa. Y luego otra, certificada.
Hay llamadas telefónicas. Alguien
va a venir de la ciudad.
Pero hemos dejado de
preocuparnos: las cosas están así. Sabíamos que nuestros días estaban contados.
Habíamos echado a perder nuestras vidas y nos estábamos preparando para recibir
la sacudida.
Holly es una mujer inteligente.
Fue la primera en saberlo.
Entonces, aquel sábado por la
mañana, nos despertamos después de pasarnos una noche dándole vueltas a la
situación. Abrimos los ojos y nos volvimos para miramos el uno al otro. Los dos
lo sabíamos, desde entonces. Habíamos llegado al final de algo, y la cuestión
era encontrar. El modo de empezar otra vez.
Nos levantamos y nos vestimos,
tomamos café y decidimos discutirlo. Sin que nada nos interrumpiera. Ni el
teléfono ni los clientes.
Fue entonces cuando eché mano del
Teacher’s. Cerramos con llave y nos subimos aquí, con hielo, vasos, botellas.
Antes que nada vimos la televisión en color y retozamos un poco y dejamos que
el teléfono sonara abajo. Para comer, fuimos a sacar de la máquina patatas fritas
al queso.
Teníamos esa extraña sensación de
que, ahora que nos dábamos cuenta de que ya había sucedido todo, podía suceder
cualquier cosa.
—¿Y cuando éramos unos
chiquillos, antes de casarnos? —pregunta Holly—. ¿Cuando teníamos grandes
planes y esperanzas? ¿Recuerdas?
Estaba sentada en la cama,
abrazándose las rodillas y sosteniendo el vaso.
—Lo recuerdo, Holly.
—No fuiste el primero, ¿sabes? El
primero fue Wyatt. Figúrate. Wyatt. Y tú te llamas Duane. Wyatt y Duane. Quién
sabe lo que me estaba perdiendo durante aquellos años... Tú lo eras todo para
mi, como en la canción.
Digo:
—Eres una mujer maravillosa,
Holly. Sé que has tenido oportunidades.
—¡Pero no aproveché las de esta
clase —se lamenta—. No era capaz de salirme del matrimonio.
—Holly, por favor —corto—. Basta
ya, cariño. Dejemos de torturarnos. ¿Qué crees que podríamos hacer ahora?...........
Así, de pronto, no sé qué decir.
Luego se me ocurre:
—Holly, también recordaremos todo
esto un día. Diremos: ¿te acuerdas del motel con toda aquella mierda en la
piscina? —pregunto—. ¿Comprendes lo que digo, Holly?
Pero Holly sigue sentada allí en
la cama con el vaso.
Veo que no, que no entiende.
Voy hasta la ventana y miro a
través de la cortina. Alguien grita algo allá abajo y zarandea la puerta de la
oficina. Me quedo donde estoy. Ruego para que Holly haga algún gesto. Ruego
para que se me manifieste.
Oigo como arranca un coche. Luego
otro. Proyectan los faros sobre el edificio y, uno después de otro, se retiran
y se sumergen en el tráfico.
—Duane —dice Holly.
También en esto tenía razón ella.
Fuente:Biografíasyvidas.com
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