Atilio le dijo a su hija; el día que yo muera
quiero que entierren ahí mis cenizas, señalando con el índice de su mano
derecha un sector del amplio patio de la casa familiar justo en el medio del
espacio que ocupaban un árbol de damasco pletórico de frutos y un
limonero de cuatro estaciones que lo habían visto crecer. Atilio vivió la mayor
parte de su nonagenaria vida en ese lugar que en un principio abarcaba más
de media manzana y que siempre
perteneció a su familia, pero que luego
con la larga enfermedad del padre y las disputas familiares había quedado
reducida a poco menos de media hectárea,
que era la que él conservaba.
La hija lo miró sin decir palabra, no era
grato hablar de la muerte de nadie, menos aún la de su padre. No obstante ello,
cuando llegó a su casa, le hizo el comentario al marido, quien luego de
escucharla solo dijo: Si esa es su voluntad, así se hará.
El reloj que marcaba el tiempo de Atilio,
siguió su curso hasta que en día, tiempo después de aquella charla se detuvo
definitivamente.
Cumplidos los trámites sociales, legales y
del protocolo fúnebre, llegó el momento de cumplir la voluntad de Atilio, que
sus cenizas fueran enterradas en aquel lugar que había señalado en su momento.
Fue en un día del comienzo del invierno, frio
y con un cielo oscuro que amenazaba lluvia.
En el lugar estaban todos los que no debían estar y faltaban todos los que sí debieran haber estado, como ocurre siempre en
estas ocasiones y era Andresito el más pánfilo de los nietos de Atilio el
encargado de sostener en sus manos la pequeña urna que contenía las cenizas de
aquel rudo hombre de campo.
Un cura transgresor (“La Iglesia aconseja
vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los
difuntos; sin embargo, no prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida
por razones contrarias a la doctrina cristiana”) era el encargado de decir las
palabras de circunstancia.
Justo cuando el cura se colocaba la estola,
elemento que daba mayor significación a la ceremonia, del galpón donde Atilio
acostumbraba guardar sus herramientas se oyó el maullido agudo de
Delia, la gata negra de la familia que emergió disparada como un cohete y
detrás de ella casi como formando parte de la cola que mantenía paradita como
mástil sin bandera, Sansón un puro perro que odiaba a los gatos tanto como
Drácula al agua bendita.
Andresito con sus anteojos culo de botella,
no alcanzó a medir bien la distancia entre Delia, Sansón y él mismo, y asustado
levantó sus manos justo en el momento que la gata consideró apropiado para dar
un salto salvador que la depositara en la primer rama del damasco, y así evitar
que su cola terminara entre las fauces del molesto Sansón.
Pero la gata calculó mal y se estrelló contra
la urna que Andresito asustado soltó, un segundo antes que el Sansón lo sentara
de traste al pasar enloquecido entre sus piernas.
La urna describió una parábola y fue a caer
dentro de un tanque lleno de agua que Atilio solía utilizar para el riego de
sus plantas, y sin la tapa que la contuviera desparramó las cenizas sobre el
agua que se mezclaron en una misteriosa y extraña amalgama.
La amenazante lluvia dijo presente y
olvidándose de Atilio y sus cenizas, los mortales participantes de la ceremonia
corrieron a buscar refugio. Solo permanecieron en el lugar Delia, que desde el árbol
miraba indiferente al energúmeno del Sansón que seguía dando vueltas, y
estúpidos e inútiles saltos en su intento de morderle alguna parte de su
pelaje.
Pienso que Atilio, contó en este acto de
cierre de su vida terrena con la
complicidad de una vieja gata negra y un perro que a diario la persigue sin
alcanzarla, para lograr lo que en definitiva deseaba y que el poeta Daniel
Reguera inmortalizara en los versos de su zamba "Quiero ser luz"
“Se me está
haciendo la noche
en la
mitad de la tarde.
No
quiero volverme sombras,
quiero
ser luz y quedarme.”
Y seguramente lo conseguirá, pues el agua del
tanque, cuando acabe la lluvia y vuelva el sol, iniciara con el tiempo su ciclo
de condensación y subirá y bajará tantas veces que nosotros no advertiremos su
presencia, aún cuando alguna gota de
lluvia o de rocío nos alcance en el rostro.
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