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miércoles, 5 de octubre de 2011

Yo mando, tú obedeces.

Los señores feudales en Europa, o los terratenientes y patrones de estancia en este lado de la América usurpada por ladrones autocalificados como "conquistadores" siempre fueron amos y señores de personas y haciendas.

Pasaron algunos siglos, fueron modificándose las organizaciones sociales y los terratenientes y patrones de estancia dieron paso a otros especímenes que con otras formas de proceder continuaron con el principio que da origen a esta nota "Yo mando, tú obedeces".
Hablan de igualdad ante la ley, de iguales oportunidades para todos, de democracia, de educación, de justicia y de derechos humanos, pero cambian leyes o promulgan nuevas que les beneficie en su accionar pero castigando a quienes le dieron el poder que ahora ejercen: el pueblo, que los reconoce como políticos. (ver El juego del poder)
 
Dos botones de muestra; en la ciudad autónoma de Buenos Aires parece ser que los números no cierran y aquí como en cualquier otro municipio chico, mediano, o grande, siempre la variable de ajuste es el bolsillo de contribuyente que en este caso deberá soportar un aumento en las tasas de ABL de un 66% para el nuevo ejercicio. Así de una 66%.
El funcionario de economía pretendió justificar dicho porcentaje argumentando que no era un aumento de tasas sino un "revalúo".
Buenos Aires tal vez sea,  la única ciudad del mundo donde los edificios a medida que se desgastan y/o deterioran tienen un mayor valor.

En el otro extremo del país, más precisamente en la pcia. de Rio Negro el recientemente electo gobernador Carlos Soria, anunció que la provincia necesita ser puesta en caja, esto es reducir su déficit, achicar los gastos del estado provincial a niveles tolerables (lo cual me parece bueno) pero para ello pretende mudar de la capital, Viedma, a distintas ciudades de la provincia a varios ministerios (Turismo, Producción, Minería) proyecto que calificó muy suelto de cuerpo como una "idea fuerza".
Más que idea fuerza tal decisión aparece como una "total falta de ideas" dado que este tipo de cambio ya ejercitado por otros iluminados nunca dieron resultado y solo generaron malestar y gastos inútiles soportados como siempre por el conjunto de la población.

Octave Mirbeau, fue un escritor francés, periodista, crítico de arte y autor de novelas fallecido en 1917, quien a través de su pluma, supo graficar de manera simple en un cuento breve que tituló "El Muro" la injerencia de los gobernantes en los simples actos de la vida de las personas, algo que parece mucho no ha cambiado.


Imagen gentileza de Fedac
El señor Rivoli tiene un muro.
Ese muro bordea un camino. Está muy deteriorado. Las lluvias y la piocha del peón caminero han carcomido la base; las piedras, descalzadas, ya no aguantan, y se producen grietas. Es bonito, no obstante, con aspecto de antigua ruina. Unos cuantos lirios coronan el caballete; algunas plantas  crecen en las rendijas. Pero Rivoli no es sensible a la poesía de su muro y, después de haberlo examinado detenidamente, después de haber removido las piedras, sueltas como los dientes de la mandíbula de un pobre, se decide finalmente a repararlo.
No necesita albañil porque él ha ejercido todos los oficios a lo largo de su vida. Sabe amasar el mortero como sabe cepillar una plancha de madera, forjar un trozo de hierro o escuadrar un cabrio. Además, un albañil cuesta caro y no adelanta en el trabajo. Rivoli compra un poco cal, un poco arena, reúne en el camino, al pie del muro, unas cuantas piedras recogidas en su cercado, y se pone a trabajar. Pero una mañana, apenas ha echado media paletada de mortero para tapar el primer agujero y calzar la primera piedra cuando, de repente, detrás de él, oye que una voz severa lo llama:
—Y bien señor Rivoli, ¿qué está haciendo ahí?
Es el ayudante de obras públicas encargado de la conservación de los caminos, en su ronda mañanera. Lleva a la espalda un zurrón lleno de instrumentos de geometría y bajo el brazo, dos miras  pintadas de blanco y rojo...
—¡Ah! ¡ah! —dice de nuevo, después de haberse plantado sobre el talud, como una estatua terrible del reglamento administrativo... ¡Ah! ¡ah! a su edad... ¿aún se pone a cometer infracciones?... Vamos a ver, ¿qué está haciendo?
Rivoli se da la vuelta y dice:
—Pues... estoy reparando el muro... Como puede ver, está viniéndose abajo por todas partes...
—Ya lo veo... —responde el ayudante de obras públicas—. ¿Pero tiene  autorización?
Rivoli se espanta y se yergue, sujetándose con las manos los riñones tensos.
—¿Autorización dice?... ¿Mi muro no es mío? ¿Necesito autorización para hacer con mi muro lo que me plazca... derribarlo por completo o volverlo a levantar, si me viene en gana?...
—No se haga el listo, viejo bribón... Sabe muy bien de qué se trata...
—Pero... —se obstina Rivoli— ¿este muro es mío, sí o no?
—Este muro es suyo... pero da al camino... Y usted no tiene derecho a reparar un muro que es suyo pero que da a un camino...
—Pero usted está viendo que no aguanta en pie y que, si no lo arreglo, se va a caer, como un hombre muerto...
—Es posible... pero eso no es asunto mío... Le multo, primo, por haber reparado su muro sin autorización; secundo por haber depositado materiales en la vía pública, también sin autorización. Le va a costar una moneda de cincuenta escudos de multa, mi querido señor Rivoli... Eso le enseñará a no hacerse el ignorante...
Rivoli abre por completo su boca desdentada y negra como un horno... Pero su estupefacción es tal que no logra articular palabra. Sus ojos le dan vueltas en las órbitas como minúsculos trompos. Al cabo de un minuto gime agarrando su gorra con un gesto de profundo desaliento:
—¡Cincuenta escudos! ... ¿Será posible... Dios Santo?
El ayudante de obras públicas prosigue:
—Y eso no es todo... Va usted a reparar su muro...
—No, no, no lo repararé... No vale cincuenta escudos... Y que pase lo que tenga que pasar...
—Va usted a reparar el muro —continúa el funcionario con tono imperativo— porque es una amenaza, y si se cae estropeará la carretera... Y entérese bien de esto: si su muro se cae, le pondré una nueva multa y esta vez de cien escudos...
El señor Rivoli enloquece:
—¡Cien escudos!... ¡Ah! ¡miseria! ¿Pero en qué tiempos vivimos?
—Pero antes, escúcheme bien... En un papel timbrado de doce escudos, va usted a solicitar autorización al prefecto.
—Yo no sé escribir...
—Ése no es mi problema... En fin, eso es todo... estaré vigilante...
Rivoli regresa a casa. No sabe qué hacer; pero sí sabe que la administración no bromea con la gente humilde. Si arregla su muro, cincuenta escudos de multa; si no lo arregla, cien... le obligan a arreglar el muro, y al mismo tiempo se lo prohíben... Haga lo que haga, estará incumpliendo la norma y tendrá que pagar... Las ideas se le embrollan. Le duele la cabeza. Y comprobando en toda su amplitud su impotencia y su tristeza, suspira:
—Y decir que el otro día el diputado me aseguraba... que soy soberano... que nada se hace sin mí, y que hago lo que quiero...
Va a pedirle opinión a un vecino que conoce las leyes porque es concejal.
—Así son las cosas, señor Rivoli —le dice éste con aire de importancia—. Hay que pasar por ello... Y como usted no sabe escribir, estoy dispuesto a hacerle un pequeño favor... Voy a redactarle su solicitud...
La solicitud es enviada. Pasan dos meses... El prefecto no contesta... Los prefectos no contestan jamás... Componen poemas, flirtean con las esposas de los recaudadores del registro, o bien están en París donde pasan las veladas en el Olimpia o en Embajadores. Cada semana, el ayudante de obras públicas se detiene ante la casa de Rivoli.
—Y bien... ¿qué hay de esa autorización?
—Sin noticias.
—Hay que enviar una carta de recordatorio...
Y las cartas de recordatorio van a unirse entre el inviolable polvo de las tumbas de los despachos, a la solicitud escrita sobre papel timbrado. A diario, Rivoli acecha al cartero, quien  no se detiene jamás en su puerta. Y las grietas del muro se agrandan; las piedras se desprenden y ruedan por el talud, el mortero se desmenuza, se levanta cada vez más porque durante este período ha habido una fuerte helada; y los daños aumentan, roen con su lepra el pobre muro a medio caer.
Una noche de viento, se cayó por completo. Rivoli constató el desastre a la mañana siguiente, desde el alba. Al caer, el muro había arrastrado las espalderas del huerto que daban tan hermosos frutos en otoño. Ya nada protege la vivienda del pobre hombre; los ladrones y los vagabundos pueden entrar en cualquier momento, perseguir las gallinas, robar los huevos... Y el ayudante de obras públicas vino, terrible:
—¡Ah!... ¿está usted viendo lo que le decía?... ¡se ha derrumbado, caramba! Voy a ponerle una multa...
Y Rivoli llora:
—Pero ¿es culpa mía? ¿es culpa mía? ¡Usted me impidió repararlo!
—Vamos, vamos... después de todo, tampoco es tanto dinero... Sumando los cincuenta escudos de la primera multa, sólo serán ciento cincuenta, más los gastos... Usted puede pagar esa suma.
Pero Rivoli no puede pagar esa suma. Todo su capital está en su huerto y en sus dos manos que, con continuo esfuerzo, hacen vivir al huerto. El buen hombre se ensombrece... ya no sale de su casa donde, toda la jornada, permanece sentado ante el hogar sin fuego, con la cabeza entre los manos. El alguacil ha venido dos veces. Ha embargado la casa, ha embargado el huerto. Dentro de ocho días, todo será vendido... Entonces, una noche, Rivoli abandona la silla y el hogar sin fuego, baja al sótano silencioso y sin luz... A tientas, entre las pipas de sidra vacías, los aperos de trabajo y las cestas, busca una gruesa soga que le sirve para rodar sus barricas de bebidas... Y luego sube al huerto.
En mitad del huerto hay un gran nogal que extiende sus ramas nudosas y robustas por encima de la hierba, en el cielo al que los primeros rayos de luna le dan un tono nacarado. Ata la soga a una de las ramas altas, pues se ha subido al árbol usando una escalera, y ha ascendido de horquilla en horquilla; luego ata la soga alrededor de su cuello y se deja caer de golpe al vacío... la cuerda al deslizarse ha crujido sobre la rama, la rama ha producido un ligero chasquido...
Al día siguiente, el cartero trae la autorización del prefecto... y ve al ahorcado que se balancea al extremo de la soga, en su huerto, entre las ramas del árbol donde un par de pájaros se desgañitan.

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