Los señores feudales en Europa, o los
terratenientes y patrones de estancia en este lado de la América usurpada por
ladrones autocalificados como "conquistadores" siempre fueron amos y
señores de personas y haciendas.
Pasaron algunos siglos, fueron modificándose
las organizaciones sociales y los terratenientes y patrones de estancia dieron
paso a otros especímenes que con otras formas de proceder continuaron con el
principio que da origen a esta nota "Yo mando, tú obedeces".
Hablan de igualdad ante la ley, de iguales
oportunidades para todos, de democracia, de educación, de justicia y de
derechos humanos, pero cambian leyes o promulgan nuevas que les beneficie en su
accionar pero castigando a quienes le dieron el poder que ahora ejercen: el
pueblo, que los reconoce como políticos. (ver El juego del poder)
Dos botones de muestra; en la ciudad autónoma
de Buenos Aires parece ser que los números no cierran y aquí como en cualquier
otro municipio chico, mediano, o grande, siempre la variable de ajuste es el
bolsillo de contribuyente que en este caso deberá soportar un aumento en las
tasas de ABL de un 66% para el nuevo ejercicio. Así de una 66%.
El funcionario de economía pretendió
justificar dicho porcentaje argumentando que no era un aumento de tasas sino un
"revalúo".
Buenos Aires tal vez sea, la única ciudad del mundo donde los edificios
a medida que se desgastan y/o deterioran tienen un mayor valor.
En el otro extremo del país, más precisamente
en la pcia. de Rio Negro el recientemente electo gobernador Carlos Soria,
anunció que la provincia necesita ser puesta en caja, esto es reducir su déficit,
achicar los gastos del estado provincial a niveles tolerables (lo cual me
parece bueno) pero para ello pretende mudar de la capital, Viedma, a distintas
ciudades de la provincia a varios ministerios (Turismo, Producción, Minería)
proyecto que calificó muy suelto de cuerpo como una "idea fuerza".
Más que idea fuerza tal decisión aparece como
una "total falta de ideas" dado que este tipo de cambio ya ejercitado
por otros iluminados nunca dieron resultado y solo generaron malestar y gastos
inútiles soportados como siempre por el conjunto de la población.
Octave
Mirbeau, fue un escritor francés, periodista, crítico de arte y autor de
novelas fallecido en 1917, quien a través de su pluma, supo graficar de manera
simple en un cuento breve que tituló "El Muro" la injerencia de los
gobernantes en los simples actos de la vida de las personas, algo que parece
mucho no ha cambiado.
Imagen gentileza de Fedac |
El señor Rivoli
tiene un muro.
Ese muro bordea un camino. Está muy
deteriorado. Las lluvias y la piocha del peón caminero han carcomido la base;
las piedras, descalzadas, ya no aguantan, y se producen grietas. Es bonito, no
obstante, con aspecto de antigua ruina. Unos cuantos lirios coronan el
caballete; algunas plantas crecen en las
rendijas. Pero Rivoli no es sensible a la poesía de su muro y, después de
haberlo examinado detenidamente, después de haber removido las piedras, sueltas
como los dientes de la mandíbula de un pobre, se decide finalmente a repararlo.
No
necesita albañil porque él ha ejercido todos los oficios a lo largo de su vida.
Sabe amasar el mortero como sabe cepillar una plancha de madera, forjar un
trozo de hierro o escuadrar un cabrio. Además, un albañil cuesta caro y no
adelanta en el trabajo. Rivoli compra un poco cal, un poco arena, reúne en el
camino, al pie del muro, unas cuantas piedras recogidas en su cercado, y se
pone a trabajar. Pero una mañana, apenas ha echado media paletada de mortero
para tapar el primer agujero y calzar la primera piedra cuando, de repente,
detrás de él, oye que una voz severa lo llama:
—Y
bien señor Rivoli, ¿qué está haciendo ahí?
Es
el ayudante de obras públicas encargado de la conservación de los caminos, en
su ronda mañanera. Lleva a la espalda un zurrón lleno de instrumentos de
geometría y bajo el brazo, dos miras
pintadas de blanco y rojo...
—¡Ah!
¡ah! —dice de nuevo, después de haberse plantado sobre el talud, como una
estatua terrible del reglamento administrativo... ¡Ah! ¡ah! a su edad... ¿aún
se pone a cometer infracciones?... Vamos a ver, ¿qué está haciendo?
Rivoli
se da la vuelta y dice:
—Pues...
estoy reparando el muro... Como puede ver, está viniéndose abajo por todas
partes...
—Ya
lo veo... —responde el ayudante de obras públicas—. ¿Pero tiene autorización?
Rivoli
se espanta y se yergue, sujetándose con las manos los riñones tensos.
—¿Autorización
dice?... ¿Mi muro no es mío? ¿Necesito autorización para hacer con mi muro lo
que me plazca... derribarlo por completo o volverlo a levantar, si me viene en
gana?...
—No
se haga el listo, viejo bribón... Sabe muy bien de qué se trata...
—Pero...
—se obstina Rivoli— ¿este muro es mío, sí o no?
—Este
muro es suyo... pero da al camino... Y usted no tiene derecho a reparar un muro
que es suyo pero que da a un camino...
—Pero
usted está viendo que no aguanta en pie y que, si no lo arreglo, se va a caer,
como un hombre muerto...
—Es
posible... pero eso no es asunto mío... Le multo, primo, por haber reparado su
muro sin autorización; secundo por haber depositado materiales en la vía
pública, también sin autorización. Le va a costar una moneda de cincuenta
escudos de multa, mi querido señor Rivoli... Eso le enseñará a no hacerse el
ignorante...
Rivoli
abre por completo su boca desdentada y negra como un horno... Pero su
estupefacción es tal que no logra articular palabra. Sus ojos le dan vueltas en
las órbitas como minúsculos trompos. Al cabo de un minuto gime agarrando su
gorra con un gesto de profundo desaliento:
—¡Cincuenta
escudos! ... ¿Será posible... Dios Santo?
El
ayudante de obras públicas prosigue:
—Y
eso no es todo... Va usted a reparar su muro...
—No,
no, no lo repararé... No vale cincuenta escudos... Y que pase lo que tenga que
pasar...
—Va
usted a reparar el muro —continúa el funcionario con tono imperativo— porque es
una amenaza, y si se cae estropeará la carretera... Y entérese bien de esto: si
su muro se cae, le pondré una nueva multa y esta vez de cien escudos...
El
señor Rivoli enloquece:
—¡Cien
escudos!... ¡Ah! ¡miseria! ¿Pero en qué tiempos vivimos?
—Pero
antes, escúcheme bien... En un papel timbrado de doce escudos, va usted a
solicitar autorización al prefecto.
—Yo
no sé escribir...
—Ése
no es mi problema... En fin, eso es todo... estaré vigilante...
Rivoli
regresa a casa. No sabe qué hacer; pero sí sabe que la administración no bromea
con la gente humilde. Si arregla su muro, cincuenta escudos de multa; si no lo
arregla, cien... le obligan a arreglar el muro, y al mismo tiempo se lo
prohíben... Haga lo que haga, estará incumpliendo la norma y tendrá que
pagar... Las ideas se le embrollan. Le duele la cabeza. Y comprobando en toda
su amplitud su impotencia y su tristeza, suspira:
—Y
decir que el otro día el diputado me aseguraba... que soy soberano... que nada
se hace sin mí, y que hago lo que quiero...
Va
a pedirle opinión a un vecino que conoce las leyes porque es concejal.
—Así
son las cosas, señor Rivoli —le dice éste con aire de importancia—. Hay que
pasar por ello... Y como usted no sabe escribir, estoy dispuesto a hacerle un
pequeño favor... Voy a redactarle su solicitud...
La
solicitud es enviada. Pasan dos meses... El prefecto no contesta... Los prefectos
no contestan jamás... Componen poemas, flirtean con las esposas de los
recaudadores del registro, o bien están en París donde pasan las veladas en el
Olimpia o en Embajadores. Cada semana, el ayudante de obras públicas se detiene
ante la casa de Rivoli.
—Y
bien... ¿qué hay de esa autorización?
—Sin
noticias.
—Hay
que enviar una carta de recordatorio...
Y
las cartas de recordatorio van a unirse entre el inviolable polvo de las tumbas
de los despachos, a la solicitud escrita sobre papel timbrado. A diario, Rivoli
acecha al cartero, quien no se detiene
jamás en su puerta. Y las grietas del muro se agrandan; las piedras se
desprenden y ruedan por el talud, el mortero se desmenuza, se levanta cada vez
más porque durante este período ha habido una fuerte helada; y los daños
aumentan, roen con su lepra el pobre muro a medio caer.
Una
noche de viento, se cayó por completo. Rivoli constató el desastre a la mañana
siguiente, desde el alba. Al caer, el muro había arrastrado las espalderas del
huerto que daban tan hermosos frutos en otoño. Ya nada protege la vivienda del
pobre hombre; los ladrones y los vagabundos pueden entrar en cualquier momento,
perseguir las gallinas, robar los huevos... Y el ayudante de obras públicas
vino, terrible:
—¡Ah!...
¿está usted viendo lo que le decía?... ¡se ha derrumbado, caramba! Voy a
ponerle una multa...
Y
Rivoli llora:
—Pero
¿es culpa mía? ¿es culpa mía? ¡Usted me impidió repararlo!
—Vamos,
vamos... después de todo, tampoco es tanto dinero... Sumando los cincuenta
escudos de la primera multa, sólo serán ciento cincuenta, más los gastos...
Usted puede pagar esa suma.
Pero
Rivoli no puede pagar esa suma. Todo su capital está en su huerto y en sus dos
manos que, con continuo esfuerzo, hacen vivir al huerto. El buen hombre se
ensombrece... ya no sale de su casa donde, toda la jornada, permanece sentado
ante el hogar sin fuego, con la cabeza entre los manos. El alguacil ha venido
dos veces. Ha embargado la casa, ha embargado el huerto. Dentro de ocho días,
todo será vendido... Entonces, una noche, Rivoli abandona la silla y el hogar
sin fuego, baja al sótano silencioso y sin luz... A tientas, entre las pipas de
sidra vacías, los aperos de trabajo y las cestas, busca una gruesa soga que le
sirve para rodar sus barricas de bebidas... Y luego sube al huerto.
En
mitad del huerto hay un gran nogal que extiende sus ramas nudosas y robustas
por encima de la hierba, en el cielo al que los primeros rayos de luna le dan
un tono nacarado. Ata la soga a una de las ramas altas, pues se ha subido al árbol
usando una escalera, y ha ascendido de horquilla en horquilla; luego ata la
soga alrededor de su cuello y se deja caer de golpe al vacío... la cuerda al
deslizarse ha crujido sobre la rama, la rama ha producido un ligero
chasquido...
Al
día siguiente, el cartero trae la autorización del prefecto... y ve al ahorcado
que se balancea al extremo de la soga, en su huerto, entre las ramas del árbol
donde un par de pájaros se desgañitan.
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