José Donoso (1924/1996) nació en Santiago,
Chile, en 1924.
Estudió en la Universidad de Chile y luego en
Princeton, Estados Unidos. Entre 1967 y 1981 vivió en España, donde escribió
algunas de sus novelas más importantes.
Entre otras distinciones, obtuvo el Premio
Nacional de Literatura en Chile, el Premio de la Crítica en España, el Premio
Mondello en Italia y el Premio Roger Caillois en Francia. En 1995 fue
condecorado con la Gran Cruz del Mérito Civil, otorgada por el Consejo de
Ministros de España.
Es autor de
varios cuentos, de las novelas: Coronación, Este domingo, El obsceno
pájaro de la noche, Casa de campo y Donde van a morir los elefantes, entre
otras, y de los ensayos Historia personal del “boom” y Conjeturas sobre la
memoria de mi tribu.(*)
El siguiente resumen pertenece a su relato
"Una señora"
Pero si
no me equivoco, fue cierta tarde de invierno en un tranvía que atravesaba
un barrio popular.
Cuando me
aburro de mi pieza y de mis conversaciones habituales, suelo tomar algún
tranvía, cuyo recorrido desconozca y pasar así por la ciudad. Esa
tarde llevaba un libro por si se me antojara leer, pero no lo abrí. Estaba
lloviendo esporádicamente y el tranvía avanzaba casi vacío. Me senté junto
a una ventanilla limpiando un boquete en el vaho del vidrio para mirar las
calles.
No
recuerdo el momento exacto en que ella se sentó a mi lado. Pero cuando
el tranvía hizo alto en una esquina, me invadió aquella sensación tan
corriente y, sin embargo, misteriosa, que cuanto veía, el momento justo y
sin importancia como era, lo había vivido antes, o tal vez soñado. La
escena me pareció la reproducción exacta de otra que me fuese conocida:
delante de mí, un cuello rollizo vertía sus pliegues sobre una camisa deshilachada;
tres o cuatro personas dispersas ocupaban los asientos del tranvía, además,
vi una rodilla cubierta por un impermeable verde junto a mi rodilla.
Conocía
la sensación, y más que turbarme me agradaba. Así, no me molesté
en indagar dentro de mi mente dónde y cómo sucediera todo esto antes.
Despaché la sensación con una irónica sonrisa interior, limitándome a
volver la mirada para ver lo que seguía de esa rodilla cubierta con un
impermeable verde.
Era una
señora. Una señora que llevaba un paraguas mojado en la mano y un sombrero
funcional en la cabeza. Una de esas señoras cincuentonas, de las que hay
por miles en esta ciudad: ni hermosa ni fea, ni pobre ni rica. Sus
facciones regulares mostraban los restos de una belleza banal. Sus cejas
se juntaban más de lo corriente sobre el arco de la nariz, lo que era el rasgo
más distintivo de su rostro.
Hago esta
descripción a la luz de hechos posteriores, porque fue poco lo que de la
señora observé entonces. Sonó el timbre, el tranvía partió
haciendo desvanecerse la escena conocida, y volví a mirar la calle por el
boquete que limpiara en el vidrio. Los faroles se encendieron. La hilera
de casas bajas se prolongaba a lo largo de la acera: ventana, puerta,
ventana, puerta, dos ventanas, mientras los zapateros, gasfíteres y verduleros
cerraban sus comercios exiguos.
Iba tan
distraído que no noté el momento en que mi compañera de asiento se
bajó del tranvía. ¿Cómo había de notarlo si después del instante en que la
miré ya no volví a pensar en ella? No volví a pensar en ella hasta la
noche siguiente.
Mi casa
está situada en un barrio muy distinto a aquel por donde me llevara
el tranvía la tarde anterior. Hay árboles en las aceras y las casas se
ocultaban a medias detrás de rejas y matorrales. Era bastante tarde, y yo
ya estaba cansado, ya que había pasado gran parte de la noche charlando
con amigos ante cervezas y tazas de café. Caminaba a mi casa con el cuello
del abrigo muy subido. Antes de atravesar una calle divisé una figura que
se me antojó familiar, alejándose bajo la oscuridad de las ramas. Me
detuve observándola un instante.
Sí, era
la mujer que iba junto a mí en el tranvía de la tarde anterior. Cuando
pasó bajo un farol reconocí inmediatamente su impermeable verde. Hay miles
de impermeables verdes en esta ciudad, sin embargo no dudé de que se
trataba del suyo, recordándola a pesar de haberla visto sólo unos segundos en
que nada de ella me impresionó.
Crucé a
la otra acera. Esa noche me dormí sin pensar en la figura que se
alejaba bajo los árboles por la calle solitaria.
Una
mañana de sol, dos días después, vi a la señora en una calle céntrica... Me
cruzó una ligera extrañeza de por qué su identidad no se había borrado de
mi mente, confundiéndola con el resto de los habitantes de la ciudad.
En
adelante comencé a ver a la señora bastante seguido. La encontraba en
todas partes y a toda hora. Pero a veces pasaba una semana o más sin que
la viera. Me asaltó la idea melodramática de que quizás se ocupara en
seguirme. Pero la deseché al constatar que ella, al contrario que yo, no
me identificaba en medio de la multitud.
Iba al
cine, y allí estaba la señora, dos butacas más allá. No me miraba, pero yo
me entretenía observándola. Tenía la boca más bien gruesa. Usaba un anillo grande,
bastante vulgar.
Poco a
poco la comencé a buscar. El día no me parecía completo sin verla.
Leyendo
un libro, por ejemplo, me sorprendía haciendo conjeturas acerca de
la señora en vez de concentrarme en lo escrito.
A veces
sentía la necesidad de verla, que abandonaba cuanto estaba muy atareado para salir en su busca. Y en
algunas ocasiones la encontraba. Otras no, y volvía malhumorado a
encerrarme en mi cuarto, no pudiendo pensar en otra cosa durante el resto
de la noche.
Una tarde
salí a caminar. Antes de volver a casa, cuando oscureció, me senté en el
banco de una plaza.
Por uno
de los senderos vi avanzar a la señora, del brazo de otra mujer.
Hablaban
con animación, caminando lentamente. Al pasar frente a mí, oí que
la señora decía con tono acongojado: -¡Imposible!
La otra
mujer pasó el brazo en torno a los hombros de la señora para consolarla
mientras se alejaban por otro sendero.
Inquieto,
me puse de pie y eché a andar con la esperanza de encontrarlas,
para preguntar a la señora qué había sucedido. Pero desaparecieron por las
calles.
No tuve paz
la semana que siguió de este encuentro. Paseaba por la ciudad con
la esperanza de que la señora se cruzara en mi camino, pero no la vi.
Parecía haberse extinguido, y abandoné todos mis quehaceres, porque ya no
poseía la menor facultad de concentración. Necesitaba verla pasar, nada
más, para saber si el dolor de aquella tarde en la plaza continuaba.
No la vi
en toda esa semana.
Las
semanas siguientes fueron peores. Llegué a pretextar una enfermedad
para quedarme en cama y así olvidar esa presencia que llenaba mis ideas.
Quizás al cabo de varios días sin salir la encontrara de pronto. Pero no
logré resistirme, y salí después de dos días en que la señora habitó mi cuarto
en todo momento.
Tomé
tranvías, fui al cine, recorrí el mercado y asistí a una función de un circo.
La señora no apareció por parte alguna.
Pero
después de algún tiempo la volví a ver. Me había inclinado para atar
un cordón de mis zapatos y la vi pasar por la soleada acera de enfrente,
llevando una gran sonrisa en la boca y un ramo de aromo en la mano, los
primeros de la estación que comenzaba. Quise seguirla, pero se perdió en la
confusión de las calles.
Su imagen
se desvaneció de mi mente después de perderle el rastro en
aquella ocasión.
Una
mañana, tiempo después, desperté con la certeza de que la señora se
estaba muriendo. Era domingo, y después del almuerzo salí a caminar bajo
los árboles de mi barrio.
Intuía
sin embargo que en alguna parte de la misma ciudad por la que yo caminaba,
la señora iba a morir.
Regresé a
casa y me instalé en mi cuarto a esperar.
Rió un
niño en el jardín vecino. Un perro ladró.
Instantáneamente
después, cesaron todos los ruidos al mismo tiempo y se abrió un pozo de
silencio en la tarde apacible.
En un
barrio desconocido, la señora había muerto. Cierta casa entornaría su
puerta esa noche, y arderían cirios en una habitación llena de voces
quedas y de consuelos. La tarde se deslizó hacia un final imperceptible,
apagándose todos mis pensamientos acerca de la señora. Después me debo de
haber dormido, porque no recuerdo más de esa tarde.
Al día
siguiente vi en el diario que los deudos de doña Ester de Arancibia
anunciaban
su muerte, dando la hora de los funerales. ¿Podría ser?… Sí. Sin duda era
ella.
Asistí al
cementerio, siguiendo el cortejo lentamente por las avenidas largas, entre
personas silenciosas que conocían los rasgos y la voz de la mujer
por quien sentían dolor.
Ahora
pienso en la señora sólo muy de tarde en tarde.
A veces
me asalta la idea, en una esquina por ejemplo, que la escena presente no es más
que reproducción de otra, vivida anteriormente. En esas ocasiones se me ocurre
que voy a ver pasar a la señora, cejijunta y de imperturbable verde. Pero me da
un poco de risa, porque yo mismo vi depositar su ataúd en el nicho, en
una pared con centenares de nichos todos iguales.
(*) fuente:biografiasde.com
0 comentarios:
Publicar un comentario