Me dijo que se iba, que me abandonaba. Lo di
por bueno, aceptándolo con tristeza, y no contesté.
Oculté un íntimo dolor, aunque ella debió de
notarlo, pues desvié un momento mis ojos de los suyos, yo, que siempre la
miraba de frente; pero como persistí en un completo mutismo, ella se sintió
obligada a explicarme su huida.
Así dijo que se había cansado de mis escasas
palabras carentes de expresiones bellas, de mis silencios cuando sus oídos
necesitaban declaraciones de amor, y también de mis gestos bruscos y un tanto
rudos al hacerle el amor, que se había acabado por sentir dañada por la fuerza
de mis arrebatos al amar; en fin, que no obtenía de mí la delicadeza de un sentimiento
sensible y suave, que no era suficiente con el éxtasis violento, si no que
anhelaba la ternura quieta aun a costa de disminuir el placer.
Pues bien, así sea, pensé, pero seguí
guardando silencio.
Y ella, que deseaba oír de mí alguna queja,
alguna palabra de daño, algún ruego, una frase de dolido amor despechado,
seguía allí sin irse, explicándomelo todo una y otra vez.
Que si la abrazaba con gestos bruscos, que si
la acariciaba oprimiendo sus pechos y sus muslos con rudeza, que si mis besos
en su cuerpo dejaban marcas rojas y duraderas, que si movía y giraba su cuerpo
rodándolo por sobre el mío en un frenético baile de acoplamientos violentos.
En fin, que pedía una delicadeza, una
lentitud y suavidad de la que yo carecía, y que necesitaba de bellas palabras
que le contasen mi amor a su belleza.
Yo seguía callado.
Por fin, tras decirme que no era suficiente
con que mis ojos me traicionasen durante unos segundos para mostrar mi dolor y
que necesitaba escapar de mi rudo amor y buscar otro de bellos gestos y
hermosas palabras, se fue casi a la carrera.
Se fue, en efecto, y la puerta, al cerrarse
tras su marcha, sonó como un disparo directo a mi pecho, pero no me moví, no
salí corriendo tras ella, aunque la adiviné esperando al otro lado de la puerta
cerrada, pues no escuché, sino hasta algo después, sus pasos descendiendo por
la escalera.
Ha pasado el tiempo. No mucho, sólo unas
semanas.
Yo la sigo queriendo, y sigo sin saber
decírselo: la voz se me niega. Me duele su lejanía, pero no sé ir a buscarla
con abrazos o flores y decirle palabras de esas que le gustan.
Sólo sé quedarme quieto, esperando que se
canse de sus afeminados cantores y poetas, que añore las cálidas noches de
esfuerzos sudorosos y gratos donde la cama nos quedaba pequeña.
Pero decírselo de esta manera sería empeorar
las cosas, supongo.
Video gentileza www.youtube/user/joaquinsabinavevo
0 comentarios:
Publicar un comentario