Si
mencionamos el nombre de Julieta, muchos imaginaremos a la protagonista de la
historia de Shakespeare, algunos otros pensarán en una Julieta diferente, tal
vez alguna noviecita en el recuerdo, pero con seguridad se olvidarán de una que
en su momento vivió situaciones más intensas que todas ellas juntas.
El
texto que sigue fue extraído de la obra de Donatien Alphonse François de Sade
conocido como “Marqués de Sade” Julieta o el vicio ampliamente recompensado quien lo publicó en 1796, y narra cómo
Julieta hermana de Justine, inicia lo que luego sería una vida de lujuria,
egoísmo, prostitución y delito:
“Justine y yo fuimos
educadas en el convento de Panthemont. Ustedes ya conocen la celebridad de
esta abadía, y saben que, desde hace muchos años, salen de ella las mujeres
más bonitas y más libertinas de París. Es este convento tuve como compañera a
Euphrosine, esa joven cuyas huellas quiero seguir y quien, viviendo cerca de la
casa de mis padres, había abandonado la suya para arrojarse en brazos del
libertinaje; y como de ella y de una religiosa amiga suya fue de quienes recibí
los primeros principios de esta moral que han visto con asombro en mí, siendo
tan joven, por los relatos de mi hermana, me parece que, antes de nada, debo
hablaros de la una y de la otra... contaros exactamente estos primeros momentos
de mi vida en los que, seducida, corrompida por estas dos sirenas, nació en el
fondo de mi corazón el germen de todos los vicios.
La religiosa en
cuestión se llamaba Mme. Delbène; era abadesa de la casa desde hacía cinco
años, y frisaba los treinta cuando la conocí. No podía ser más bella: digna de
un retrato, una fisonomía dulce y celeste, rubia, con unos grandes ojos azules
llenos del más tierno interés, y el porte de las Gracias. Víctima de la
ambición, la joven Delbène fue encerrada en un convento a los doce años, con el
fin de hacer más rico a un hermano mayor al que ella detestaba. Encerrada a la
edad en que comienzan a desarrollarse las pasiones, aunque Delbène no hubiese
elegido todavía, amando el mundo y los hombres en general, sólo después de
inmolarse a sí misma, había conseguido que naciese en ella la obediencia. Muy
avanzada para su edad, habiendo leído a todos los filósofos, habiendo
reflexionado prodigiosamente, Delbène, al tiempo que se condenaba al retiro,
había conservado dos o tres amigas. Venían a verla, la consolaban; y como era
muy rica, seguían proporcionándole todos los libros y caprichos que pudiese
desear, incluso aquéllos que debían excitar más una imaginación... ya muy
exaltada, y que no enfriaba el retiro.
En cuanto a
Euphrosine, tenía quince años cuando me uní a ella.; llevaba ya dieciocho meses
como alumna de Mme. Delbène cuando me propusieron ambas que entrase en su
sociedad, el día en que yo acababa de cumplir mis trece años. Euphrosine era
morena, alta para su edad, muy delgada, con unos ojos muy bonitos, mucha gracia
y vivacidad, pero menos bonita, mucho menos interesante que nuestra superiora.
No necesito deciros
que la inclinación a la voluptuosidad es, en las mujeres recluidas, el único
móvil de su intimidad; no es la virtud lo que las une; es el vicio; gustas a la
que se inclina hacia ti, te conviertes en la amiga de la que te excita. Dotada
del temperamento más vivo, desde la edad de nueve años había acostumbrado a mis
dedos a que respondiesen a los deseos de mi cabeza, y, desde esta edad, no
aspiraba más que a la felicidad de encontrar la oportunidad de instruirme y
lanzarme a una carrera cuyas puertas me abría ya con tanta complacencia la
naturaleza precoz. Euphrosine y Delbène me ofrecieron pronto lo que yo
buscaba.
La superiora, que quería
hacerse cargo de mi educación, me invitó un día a comer... Euphrosine se
hallaba allí, hacía un calor insoportable, y este ardor excesivo del sol les
sirvió de excusa a ambas para el desorden en que las encontré: hasta tal punto
era así que, excepto una blusa de gasa, sujeta simplemente con un gran lazo
rosa, estaban prácticamente desnudas.
-Desde que entrasteis
en esta casa -me dice Mme. Delbène, besándome negligentemente en la frente- estoy
deseando conoceros íntimamente. Sois muy bella, parecéis inteligente, y las
jóvenes que se parecen a vos tienen derechos seguros sobre mí... Enrojecéis,
pequeño ángel; os lo prohíbo: el pudor es una quimera, resultado únicamente de
las costumbres y de la educación, es lo que se llama un hábito; si la
naturaleza ha creado al hombre y a la mujer desnudos, es imposible que al mismo
tiempo les haya infundido aversión o vergüenza por aparecer de tal forma. Si el
hombre hubiese seguido siempre los principios de la naturaleza, no conocería
el pudor: verdad fatal que prueba, querida hija mía, que hay virtudes cuya
cuna no es otra que el olvido total de las leyes de la naturaleza.
Pero ya charlaremos de todo esto. Hablemos
hoy de otra cosa, y desvestíos como nosotras.
Después, acercándose
a mí, las dos bribonas, riéndose, me pusieron pronto en el mismo estado que
ellas. Entonces los besos de Mme. Delbène tomaron un carácter muy diferente...
-¡Qué bonita es mi
Juliette! -exclamó con admiración-; ¡cómo empieza a hincharse su delicioso y
pequeño seno! Euphrosine: lo tiene más grande que el tuyo... y, sin embargo,
apenas tiene trece años.
Los dedos de nuestra
encantadora superiora acariciaban los pezones de mi seno, y su lengua se
agitaba en mi boca. En seguida se dio cuenta de que sus caricias actuaban sobre
mis sentidos con tal ímpetu que casi me sentía mal.
-¡Oh, joder! -dijo,
sin contenerse ya y sorprendiéndome por la energía de sus expresiones-. ¡Dios
santo, qué temperamento! Amigas mías, dejemos de entorpecernos: ¡al diablo
todo lo que todavía vela a nuestros ojos atractivos que la naturaleza no creó
para que estuviesen ocultos!
A continuación,
tirando las gasas que la envolvían, apareció a nuestra vista bella como la
Venus que inmortalizaron los griegos. Imposible estar mejor hecha, tener una
piel más blanca... más suave... unas formas más hermosas y mejor pronunciadas.
Euphrosine, que la imitó casi en seguida, no me ofreció tantos encantos; no
estaba tan rellena como Mme. Delbène; un poco más morena, quizás debía gustar
menos en general; pero ¡qué ojos! ¡qué ingenio! Emocionada con tantos
atractivos, muy solicitada por las dos mujeres que los poseían a que renunciase,
como ellas, a los frenos del pudor, podéis creer que me rendí. Dentro de la más
dulce embriaguez, la Delbène me lleva hasta su cama y me devora a besos.
----- Pero nuestra
amable superiora no tardó en hacerme ver que no era yo la única que atraía su
atención, y pronto me di cuenta de que había otras que compartían placeres en
los que había más libertinaje que delicadeza.
-Ven mañana a
merendar conmigo -me dijo-; Elisabeth, Mme. de Volmar y Sainte-Elme estarán
allí, seremos seis en total; quiero que hagamos cosas inconcebibles.
-¡Cómo! digo yo- ¿así
que te diviertes con todas esas mujeres?
-Claro. ¡Y qué!
¿Acaso crees que me limito a esto? Hay treinta religiosas en esta casa;
veintidós han pasado por mis manos; hay diecinueve novicias: sólo una me es
todavía desconocida; vosotras sois sesenta pensionistas: solamente tres se me
han resistido; las voy poseyendo a medida que llegan, y no les doy más de ocho
días para pensarlo. ¡Oh Juliette, Juliette!, mi libertinaje es una epidemia,
¡tiene que corromper todo lo que me rodea!
-Como no conocemos
las inspiraciones de la naturaleza -me dice Mme. Delbène- más que por este
sentido interno que llamamos conciencia, sólo mediante el análisis de la
conciencia podremos llegar a profundizar con sabiduría en qué consisten los
movimientos de la naturaleza que cansan, atormentan o hacen gozar a tal conciencia.
Se llama conciencia,
mi querida Juliette, a esa especie de voz interior que se eleva en nosotros
por la infracción de algo prohibido, sea de la naturaleza que sea: definición
muy simple y que, a primera vista, ya demuestra que esta conciencia no es más
que la obra del prejuicio recibido por la educación, hasta tal punto que todo
lo que se le prohíbe al niño le causa remordimientos en cuanto lo viola, y
conserva esos remordimientos hasta que el prejuicio vencido le haya demostrado
que no existía ningún mal real en la cosa prohibida.
Mi querida Juliette,
el hecho de que estemos persuadidos del sistema de la libertad y digamos: ¡qué desgraciado
soy por no haber actuado de manera diferente!, es lo que hace que sintamos
remordimientos después de una mala acción. Pero si quisiésemos convencernos
de que este sistema de libertad es una quimera, y que una fuerza más poderosa
que nosotros nos empuja a todo lo que hacemos, si quisiésemos convencernos de
que todo es útil en el mundo, y que el crimen del que nos arrepentimos se ha
hecho para la naturaleza tan necesario como la guerra, la peste o el hambre
con las que ella asola periódicamente los imperios, nos sentiríamos
infinitamente más tranquilos acerca de todas las acciones de nuestra vida, y
ni siquiera concebiríamos el remordimiento; y mi querida Juliette no diría que
me equivoco atribuyendo a la naturaleza lo que sólo debe ser efecto de mi
depravación.
- ¡Te debo más que la
vida, mi querida Delbène! -exclamé- porque ¿qué es la existencia sin
la filosofía? ¿Acaso merece la pena vivir cuando se languidece bajo el yugo de
la mentira y de la estupidez? Bien -proseguí con calor- ahora me siento digna
de ti, y sobre tu seno juro por lo más sagrado que nunca más volveré a las quimeras
que tu tierna amistad acaban de destruir en mí. Sigue enseñándome, dirigiendo
mis pasos hacia la felicidad; me entrego a tus consejos; harás de mí lo que
quieras, y ten por seguro que nunca habrás tenido una alumna más ardiente, ni
más sumisa que Juliette.
La Delbène estaba
embriagada: para un espíritu libertino, no hay mayor placer que el hacer
prosélitos. Se goza con los principios que se inculcan; se deleitan con mil
sentimientos diversos al ver a los otros entregarse a la corrupción que nos
mina. ¡Ah_!, ¡cómo se ama esa influencia obtenida sobre su alma, obra únicamente
de nuestros consejos y nuestras seducciones! Delbène me devolvió todos los
besos con los que yo la colmaba; me dijo que me convertiría en una muchacha
perdida, como ella, una muchacha sin costumbres, una atea, y que ella, como
única causante de mi desorden, tendría que responder ante Dios del alma que le
robaba. Y al ser sus caricias cada vez más ardientes, pronto encendimos el
fuego de las pasiones con la llama de la filosofía.
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