Me preguntaba, y preguntaba, por
qué tanta dirigencia argentina viaja continuamente al Vaticano y un amigo me
dice: El Papa es argentino y limpito, peronista e hincha de San Lorenzo, te
parece poco?
La verdad que no me satisfizo su
respuesta, pero creo que en este relato hay una que se acerca más a la realidad:
“En el siglo V, del mismo modo
como hoy en día, el sol salía todas las mañanas y se ocultaba todas las tardes.
Cuando sus primeros rayos besaban las plantas cubiertas de rocío la tierra
revivía, el aire se llenaba de regocijo y de esperanza; de noche esta misma
tierra enmudecía y se hundía en la oscuridad.
Los días y las noches se parecían los unos a
los otros. De vez en cuando en el cielo aparecían nubes y retumbaban furiosos
truenos, o alguno de los monjes volvía al convento, contando a la cofradía que
había visto un tigre en las cercanías de aquel. Los monjes trabajaban y
rezaban, mientras su viejo prior tocaba el órgano, hacía versos en latín y
componía obras musicales. Este maravilloso anciano poseía un don poco común:
tocaba el órgano con tal arte y maestría que llegaba a hacer llorar hasta a los
monjes más viejos y medio sordos por la edad. Aun hablando de cosas vulgares,
por ejemplo, de los animales o de los árboles, solía conmover a sus oyentes.
Cuando se enojaba o se alegraba, cuando hablaba acerca de algo horrible o
sublime, todo su ser se transformaba bajo la influencia de una fuerte emoción,
sus ojos se llenaban de lágrimas, su rostro se encendía, su voz vibraba.
En semejantes momentos el poder
que ejercía el prior sobre sus monjes era infinito: si les hubiera ordenado que
se arrojasen al mar, hubieran cumplido su voluntad sin vacilar un solo momento.
Pasaban decenas de años y ni un alma humana aparecía en los alrededores del
monasterio, separado del resto del mundo por un desierto, casi imposible de
atravesar. Cuál no sería el asombro de los monjes al oír una noche llamar a la
puerta del convento. Al abrirla se vieron en presencia de un hombre, un vulgar
pecador, amante de la vida. Les explicó que había ido a cazar, bebió en demasía
y se perdió. Antes de pedir la bendición al prior, el forastero reclamó vino y
comida. Una vez satisfecho de su hambre y sed echó a los monjes una mirada
impregnada de amargura y de sorna y les dijo: —Según parece, ustedes se pasan
la vida sin hacer nada, comiendo y bebiendo.
¿Acaso es este el modo de salvar
el alma? Mientras ustedes viven aquí en plena tranquilidad, soñando con la
salvación de sus almas, sus prójimos se debaten y luchan en medio de la
depravación y van al infierno. Fíjense en lo que pasa en los grandes centros de
población: unos mueren de hambre, mientras que otros, poseedores de excesivas
riquezas, se hunden en la perversión y perecen. Ninguno de ellos conoce la fe
ni la verdad. ¿Quiénes son los que necesitan salvar sus almas y recordar el
indispensable nombre de Dios? ¿Por ventura nuestro Señor depositó en ustedes su
misericordia y les dio la fe para que lleven la vida holgada sin preocuparse de
la salvación de la humanidad? Las palabras impertinentes y agresivas del ebrio
ejercieron una gran influencia sobre el ánimo del prior. Al oírlas este
palideció y se dirigió a los monjes, diciéndoles: —Hermanos, el hombre tiene
razón. Es cierto que mientras la infeliz humanidad, debido a su ignorancia y su
debilidad, perece en la depravación presa de todos los pecados y del ateísmo,
nosotros no nos interesamos en ella. Deberíamos acudir a su ayuda y hacerle
recordar la santa palabra de Dios, olvidada desde hace mucho.
Lleno de entusiasmo, el anciano
tomo su báculo, se despidió de la cofradía y se encaminó a la ciudad. Pasó un
mes, luego otro y el santo padre no volvía. Por fin, trascurrido el tercer mes
después de la partida del prior, los monjes oyeron los golpes familiares de su
báculo. Apresuráronse a recibirlo y lo acosaron a preguntas. Pero, por toda
respuesta, el anciano rompió a llorar. Los monjes lo acompañaron en su llanto,
aunque sin saber su causa. Notaron que su prior había adelgazado y envejecido
mucho y que su rostro reflejaba honda pena.
Preguntáronle la causa de su
pesar y congoja pero el anciano se encerró en su celda, sin contestarles nada.
Pasó siete días sin comer ni beber, llorando continuamente y dejando sin
respuesta todos los ruegos de los monjes. Por fin salió de su voluntario
encierro y, rodeado en el acto por la cofradía, empezó a narrar lo que había
sucedido durante su larga ausencia.
Mientras describía su viaje desde el
convento hasta la ciudad, su voz era serena y sus ojos sonrientes. Por el
camino, decía, escuchaba las canciones de los pájaros y el gorjeo de los
arroyos, que llenaban su alma de dulce esperanza y de regocijo. Se sentía
héroe, semejante a un guerrero que va al combate, confiado y seguro de la
victoria; caminando componía versos y se entregaba a los sueños y de esta
suerte, sin darse cuenta, llegó al término de su viaje. Cuando el anciano
empezó a hablar de la ciudad y de sus habitantes, sus ojos se encendieron de
ira y su voz se endureció. En su vida había visto nada semejante y ni siquiera podía
imaginarse que existiera…
Solo ahora había comprendido toda
la omnipotencia del diablo, toda la infinita hermosura del mal y toda la
debilidad y la miseria de los hombres… Dio la casualidad que la primera casa en
que penetró el prior al llegar a la ciudad, fue un antro de alegría. Unos
cuantos hombres, ricamente ataviados, comían y bebían vino. Todos estaban
ebrios y cantaban y gritaban a voz en cuello palabras soeces y repugnantes.
Libres, fuertes, felices, no temían a Dios ni al diablo, ni a la muerte;
estimulados por la voluptuosidad y la gula, hacían y decían lo que les daba la
gana.
El vino cristalino y chispeante
de oro era, sin duda, muy atrayente, pues el que lo bebía sonreía con beatitud
y pedía más. El líquido de color de ámbar respondía a las sonrisas de los
hombres, echando alegres chispas, como si conociera el poder diabólico que
ejercía sobre ellos. Presa de la más viva indignación y llorando de ira, el
anciano seguía describiendo lo que había visto en aquella casa.
Sobre la mesa,decía, estaba de pie una mujer semi desnuda, de una hermosura perfecta.
Esa
cortesana joven, de cabellera rubia, ojos negros y labios rojos y voluptuosos,
privada de pudor y de decoro, enseñaba su bello cuerpo que parecía esculpido en
mármol, y delirante de amor, sonreía mostrando sus dientes de perla, como si
quisiera decir: «mirad qué hermosa y desvergonzada soy».
La seda y el tul
envolvían en graciosos pliegues sus hombros de alabastro, pero la corruptible
belleza se resistía a quedar oculta y trataba de salir de entre los tejidos…
La
mujer bebía vino, cantaba, reía a carcajadas y se entregaba al primero que la
solicitaba. Alzando los brazos al aire y lleno de indignación, el prior
describió luego las carreras de caballos, las corridas de toros, los teatros, los
estudios de los artistas que pintan y esculpen mujeres desnudas… Hablaba con
entusiasmo y elocuencia y, los monjes, extasiados, lo escuchaban con sumo
interés.
Después de haber descripto todas las seducciones de que era capaz el
diablo, la hermosura del mal y la atrayente gracia del detestable y repugnante
cuerpo de mujer, el anciano echó su maldición a todo aquello y volvió a
encerrarse en su celda…
Cuando salió de esta al día
siguiente, no encontró ni un solo monje en el convento: todos habían huido a la
ciudad.
Del cuento de Anton Chejov “Un
lindo sermón”