Raphael
Aloysius Lafferty (7 /11/1914 - 18 /03/ 2002) fue un escritor norteamericano de
ciencia-ficción y fantasía.
En su
trayectoria literaria Lafferty, que comenzó a escribir cumplidos ya los 45 años
de edad, produjo durante los siguientes treinta años, alrededor de treinta y
cuatro novelas y trescientas historias cortas, en su mayoría de
ciencia-ficción.
Abandonó
definitivamente la literatura en 1994 y argumentan que la obra completa de
Lafferty no se conoce en su totalidad. Sus albaceas han informado el año pasado
( 2011) sobre la existencia de trece novelas y noventa y seis relatos todavía
sin publicar, aunque al autor le gustaba afirmar que “ sus escritos formaban
parte de “una sola novela demasiado larga e interminable ,titulada : Una
historia de fantasmas”. (Wikipedia)
El que
sigue es un relato ( primera parte, de dos) incluido en su obra “Selección de
relatos cortos:
El Hombre que nunca existió:
Soy
un hombre de la clase del futuro,afirmó Lado un mal día. Y creo que están
apareciendo hombres con nuevas facultades. El mundo tendrá que aceptarnos tal
como somos.
Apuesto
a que no, le atajó Runkis.
Todo
aquello empezó pinchando Raymond Runkis a Mihai Lado, el tratante de ganado.
Eres
un endiablado y ostentoso embustero pelirrojo de siete suelas,le soltó Runkis
aquel día.
Sí,
ya lo sé, admitió Lado.
Se
sentía complacido cuando le alababan su especialidad. Era el mejor mentiroso
del contorno, y el que más se divertía con sus tretas. Pero Runkis no paró
allí:
Lado,
tú no has contado una sola cosa de verdad en toda tu vida, siguió comentando con
voz fuerte.
Te
diré lo que voy a hacer, Runkis y a Lado le brillaron los ojos. Elige una de mis mentiras, cualquiera que tú
recuerdes, y yo la convertiré en realidad. La oferta queda en pie.
Entonces
empezamos a interesarnos los demás.
Hay
más de mil para escoger, aseguró Runkis. Podría hacer que me presentases aquel ternero amaestrado del que alardeas tantas
veces.
Es
ésta tu elección? De acuerdo. Silbaré y lo tendrás aquí dentro de un minuto.
No.
Prefiero que llames a la vaca que da cuatro clases distintas de cerveza por
cada uno de los caños de sus ubres.
¿Quieres
verla? Nada más fácil. Pero debo advertirte de que su cerveza negra resultará
un poco fuerte para tu gusto.
Bueno.
Pensándolo mejor, podrías traerme aquel caballo que lee las poesías de Homero.
Runkis,
ahora eres tú quien está mintiendo. Yo nunca he dicho que lea las poesías de
Homero. Dije y digo que las recita. No sé de dónde las ha sacado, pero así es.
Tú
juraste una vez que eres capaz de mandar a un hombre al otro mundo, hacerlo
desaparecer por completo. Este es el caso que elijo. ¡A ver, hazlo!
No
quisiera disponer de un pobre hombre en esta forma, Runkis.
Hazlo,
Lado. Te emplazo. Es uno de los embustes que no puedes hacer verdad. Elige a un
hombre y muéstrame que ha desaparecido.
Muy
bien. La cosa necesitará un par de días, pero podréis seguirla de cabo a rabo.
Sí, señor, mandaré a un hombre al otro mundo.
Aquel
Mihai Lado era un tipo muy raro. Pagaba siempre al contado y tenía las ideas
tan rápidas que le entraba a uno el miedo en el cuerpo. Era el más listo de los
tratantes de ganado en el valle Cimarrón; era macizo, pecoso y chapucero, pero
no parecía hombre del campo. Tenía esa clase de ojos que no son de por aquí; se
diría que miraba a través de la cara de otro, como una máscara.
Lado
era un fullero, pero nadie puede mandar, así como así, a un hombre al otro
mundo.
Bueno lo haré, nos dijo aquel día después de pensarlo un poco. Mandaré a Jessie Pidd al otro mundo.
¿A
quién?
A
Jessie Pidd, el que está tomando café al otro extremo del mostrador.
¡Ah,
Jessie! Perfecto. ¿Cuándo lo harás?
Acabo
de principiar. Ya le he afinado un poco. Y podréis divertiros todos viendo cómo
va desapareciendo. Será gradual, pero en tres días se habrá marchado por
completo.
¡Vaya,
vaya! Nos reímos como potros en prado nuevo.
Esto
a Lado no le molestó; mostraba siempre una media sonrisa mientras cerraba sus
tratos, y seguía sonriendo entonces como si tal cosa.
En
cierto modo, Lado no llevaba todas las de perder. Porque, ya para empezar,
Jessie Pidd no estaba allí todo él. Entiendan lo que quiero decir: resultaba un
bendito simple y flaco algo fuera de sus cabales. Solíamos comentar que era tan
delgado, que no llegaríamos a verle si se lo miraba de perfil; pero aquello,
claro está, no pasaba de chiste entre copa y copa.
El
aspecto de Jessie Pidd era francamente malo a la mañana siguiente, cuando entró
a desayunar en el Café de los Ganaderos. Verdad es que nunca lo tuvo muy bueno,
que digamos.
¿Te
encuentras bien?—le preguntó Raymond Runkis.
No
del todo.
Y
se puso a mirarnos, como intrigado.
A
media mañana, Johnny Noble hizo correr la voz de que Jessie Pidd andaba al sol
sin dejar sombra. Otros dos lo vieron también. Pero el cielo se nubló y no hubo
medio de seguir adelante con la observación.
Algo
antes de ese mediodía, Maudie Malcome encaró con todo a Lado en el vestíbulo
del banco.
Señor
Lado, ¿qué le está haciendo a mi marido?
¿Pero
de veras estás casada, Maudie?
¡Condenado
pelirrojo! Jessie Pidd es mi legítimo esposo.
Bueno,
Maudie, te lo diré; estoy haciéndole desaparecer.
Si
toca un solo pelo de su cabeza, seré yo quien le mate a usted. ¡Por esta!
Adelantada
la tarde, las versiones se extendieron como una epidemia por el pueblo. Hasta
el bruto de Raymond Runkis tuvo que admitir que las cosas presentaban mal
cariz.
Os
digo que puedo ver la luz de una cerilla a través del cuerpo de Jessie Pidd,nos
informó, y también la silueta de cosas que estén detrás de él... Oye, Lado,
antes de que lleguemos a las malas, ¿es sólo un juego todo eso?
Sí,
hombre, un juego y nada más que un juego.
Bien,
pero tomaré las precauciones necesarias para que no se salga de cauce. Tengo la
mayor y más segura casa del pueblo.
Los aquí presentes haremos de testigos, y
tú, Lado, y tú, Jessie, vais a ir con nosotros a mi casa y allí estaremos hasta
que se cumpla lo ofrecido. Si alguno tiene asuntos pendientes, dispone de una
hora para despacharlos. Luego, todos a mi casa. Hagas lo que hagas, Lado,
veremos cómo lo haces. ¿Queda claro?
Runkis
nos puso de vigilancia. Llevamos un par de camas de la sala y preparamos un par
de catres. Algunos se acostaron, y los demás nos pusimos a jugar a los naipes,
para pasar la noche en vela.
Pero
ninguno de nosotros dudaba ya de que Jessie Pidd se hubiese hecho transparente.
Veíamos el contorno de los objetos a través de él; su propia silueta quedaba
más difusa. Había cada vez menos de lo poco que antes hubo de Jessie Pidd.
Nadie
de los del grupo durmió mucho aquella primera noche. Era espantoso ver cómo se
iba marchando Jessie, y puedo decir que a la mañana siguiente quedaba sólo la
mitad de él.
Aquella
noche, Pidd se había vuelto tan inmaterial, que el humo de los cigarros pasaba
a su través. Era poco lo que quedaba, dejando aparte la silueta y la sonrisa de
conejo.
A
la segunda mañana seguía con nosotros todavía, pero muy poquísima cosa.
Y
hacia la caída de la tarde, todos perdimos una vez u otra la pista de Jessie
Pidd, y con grandes dificultades logramos, dar con los trazos de su contorno.
Después
se nos perdió del todo.
Primero,
la silueta definitivamente; luego, la sonrisa de conejo. Al obscurecer, Jessie
Pidd había desaparecido. Quedamos en silencio, sin saber qué hacer. Fue Raymond
Runkis quien rompió a hablar:
Lado,
¿tú puedes verle todavía?
No,
ahora ni nunca.
Lo
mejor será que vayamos todos al Sheriff, recomendó Heamonek. Si no es un
asesinato, ya le encontraremos otro nombre. (continuará)
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